Si
la santidad de los miembros de la Iglesia no solo no aumenta, sino que muchas
veces se encuentra ausente en una inmensa cantidad de bautizados -incluidos muchos sacerdotes-, es
sencillamente porque no se recurre ni se hace uso de los abundantísimos tesoros
que la Iglesia pone a nuestra disposición, el más grande de todos, el Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús. Si los cristianos acudiéramos al sagrario, en
donde late de Amor el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y a Él le
pidiéramos las gracias que necesitamos para nuestra santificación y la de
nuestros seres queridos, la santidad aumentaría abismalmente y esta vida se
convertiría en un anticipo del Paraíso. Pero además de rezar ante el sagrario,
el alma tiene a su disposición algo que no tienen los ángeles, y es el poder
comulgar y ser alimentado con el mismo Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y
esto es tan real, que por la comunión eucarística, el alma se convierte en un
sagrario viviente de Jesús, que deja de estar en el sagrario para estar en el
sagrario viviente que es el corazón de quien comulga con fe y con amor.
El
bautizado no solo tiene la oportunidad –que la querrían tener cientos de miles
de hombres de buena voluntad que no conocen el mensaje de Cristo- de adorar a
su Dios, que se hace Presente en Persona en la Eucaristía, sino que tiene el
don inmerecido de ser alimentado con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad y su Amor, que late en el Sagrado Corazón y lo envuelve en ardientes
llamas de Amor Divino que Jesús desea comunicar sin medida a quien lo recibe en
la comunión sacramental.
Por
esto, el cristiano debería vivir cada Misa como si fuera la última vez que
asiste a Misa; debería hacer cada adoración como si fuera la última vez que
hace adoración eucaristía; debería comulgar con el todo el ardor del amor, con
toda a fe y la piedad de la que es posible, cada vez, como si fuera la última
vez que comulga, porque es el modo de corresponder la entrega que hace Jesús en
cada Santa Misa, en cada Adoración Eucarística, en cada Comunión sacramental,
de su Sagrado Corazón Eucarístico.
El
momento de la comunión eucarística es un momento de insuperable privilegio para
orar al Sagrado Corazón, y si bien la oración es individual y personal, una
oración al momento de comulgar, en la intimidad del diálogo de amor entre el
alma y Jesús, podría ser esta: “Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que por
amor has venido hasta mí, te suplico, por los dolores de tu Pasión, que me des
la Cruz que está en la base de tu Sagrado Corazón; que me des la corona de
espinas que rodean tu Sacratísimo Corazón, que me hagas beber del cáliz de tus
amarguras contenido en tu Sacratísimo Corazón, que me hagas sentir las mismas
penas que inundan, como mares impetuosos, tu Sacratísimo Corazón; que me des también
el Amor que envuelve tu Sacratísimo Corazón en forma de llamas de fuego; haz
que esas llamas, junto con las espinas que rodean tu Corazón y junto con la
Sangre contenida en tu Corazón, envuelvan, perforen, e inunden, con la Fuerza
impetuosa del Amor Divino, “más fuerte que la muerte” (cfr. Cant 8, 6), nuestros pobres
corazones, duros, fríos, sin amor, y los corazones de nuestros seres queridos,
y los corazones de todos los pecadores, para que encendidos por las llamas del
Espíritu Santo, perforada la dureza pétrea de los corazones pecadores con las
espinas que rodean tu Corazón, e inundados con la Sangre contenida en tu
Corazón, Sangre que a su vez contiene al Amor Divino, nos convirtamos todos,
del pecado a tu Amor, y así ablandados los corazones por la contrición perfecta
y convertidos de corazones de piedra en corazones de carne, llenos del Espíritu
Santo, seamos movidos a hacer penitencia y a descargar nuestros delitos en el
sacramento de la penitencia, para así recibir nuevas y nuevas oleadas de gracia
y Amor que provienen de Ti. ¡Oh Sagrado Corazón de Jesús, nada soy más pecado, porque
solo soy un abismo de miseria y de indignidad, pero en mi nada y en mi
condición de pecador y desde el fondo de miseria de mi alma, tengo algo para
ofrecerte, y ese algo es la Eucaristía, que es tu mismo Corazón traspasado;
acéptalo, y por la Cruz que está en su base, que representa los dolores acerbos
de tu Pasión; por la corona de espinas que rodean tu Corazón, espinas que son
la materialización de nuestros malos pensamientos y deseos; por el Fuego que
envuelve tu Corazón, Fuego que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo; por la
llaga que abrió la lanza del soldado, permitiendo que por la herida de tu
Corazón fluyera tu Sangre y, con tu Sangre, el Amor de Dios, y por la Eucaristía, que contiene todo esto que te ofrezco, te suplico, oh Sagrado Corazón, la
conversión de los pobres pecadores!”.
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