Nadie puede negar que nuestra época se
caracteriza por muchos males, y que a pesar del innegable
progreso científico y tecnológico registrado en los últimos cincuenta años,
este progreso, a pesar de ser el más grande y prodigioso que haya experimentado
la humanidad en toda su historia, no solo ha sido incapaz de solucionar los
males que la aquejan desde que habita en la tierra sino que, paradójicamente,
parece ser la causa de la profundización de esos mismos males y, por lo tanto,
de su infelicidad.
Santo Tomás, a siglos de distancia, nos
proporciona una “fórmula”, ciento por ciento eficaz, con la cual saciar con
creces la sed de felicidad, de paz, de amor, que anida en todo corazón humano,
sed que jamás podrá ser saciada con nada de este mundo. Esa “fórmula” no es
otra cosa que Cristo crucificado: “todo aquel que quiera llevar una vida
perfecta –es decir, plena de amor, de paz, de dicha, de felicidad, de alegría-
no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y
apetecer lo que Cristo apeteció en la Cruz” (De las Conferencias de Santo Tomás
de Aquino, sobre el Credo).
Esta “fórmula” es eficaz en el sentido de
proporcionar paz, felicidad, alegría y amor al alma, porque al “despreciar todo
lo que Cristo desprecia en la cruz”, como dice Santo Tomás, se desprecia todo
lo que causa infelicidad, pero que debido a la concupiscencia, aparenta
falsamente ser causa de felicidad, es decir, el pecado; al mismo tiempo, al
“apetecer lo que Cristo apeteció en la Cruz”, se apetece aquello que es causa
directa de felicidad plena y perfecta, pero que debido a nuestra dificultad
para conocer la Verdad y obrar el Bien nos parece algo arduo y difícil y hasta
contrario a la felicidad, y es la gracia. Por esta doble vía, el desprecio del
pecado y el aprecio y estima de la vida de la gracia, se da remedio a todos los
males de esta vida y se permite el acceso a todos los bienes, como anticipo
del bien absoluto de la vida eterna.
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