Elegido en el año 1566 como Sumo Pontífice, San Pío V
gobernó en tiempos sumamente difíciles para la Iglesia, la cual afrontaba
gravísimos desafíos internos y externos que amenazaban su existencia: desde el
interior, la Iglesia veía amenazada su existencia espiritual, puesto que sufría
la defección de muchos de sus propios hijos que, por medio de la violencia
física y verbal, y encabezados por Lutero, pretendían una Reforma de sus mismos
cimientos dogmáticos; San Pío V comprendió inmediatamente que de ser aplicada
esta Reforma, en vez de “reformada”, la Iglesia quedaría tan “deformada”, que sería
irreconocible como la Esposa Mística del Cordero, y así el Papa tuvo que enfrentar
la Reforma Protestante organizando con mucho éxito la Contrarreforma Católica;
en el plano externo, tanto la Iglesia como la cristiandad toda, veían amenazada
su existencia física debido a la inminente invasión de los turcos otomanos: en
caso de triunfar en la batalla, arrasarían la Europa cristiana, imponiendo por
la violencia de las armas el Islam. Frente a tan grave peligro, San Pío V reunió
una fuerza naval constituida por las escuadras pontificia, española y veneciana,
que venció en la Batalla de Lepanto pese a contar con una desventaja de diez a
uno en relación a los otomanos, y la razón del triunfo fue que el Sumo
Pontífice la dotó de una poderosísima arma: el rezo del Santo Rosario. Otras acciones
clamorosas del Papa fueron la reordenación del breviario y del Misal Romano y
la imposición de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino en las
universidades católicas, hecho que dotaría a la intelectualidad católica de un
instrumento valiosísimo para hacer frente a las numerosas herejías que aparecerían
en el tiempo.
Podríamos decir que los tiempos gravísimos de San Pío V se
repiten hoy, al ser amenazada la Iglesia en sus bautizados por la más grande
secta herética jamás conocida, la Nueva Era, New Age o Conspiración de Acuario. Esta secta no necesita de un
reformador a la cabeza, como en tiempos de San Pío V; tampoco necesita de ejércitos,
soldados, naves, o misiles, para destruir la Iglesia; esta secta utiliza un
arma siniestra y letal que, al igual que una bomba de neutrones, que aniquila
todo rastro de vida pero deja intacto los edificios materiales, se difunde por
las mentes y corazones de los bautizados, aniquilando todo rastro de vida
espiritual católica y todo apego a la vida de la gracia, dejando intactos los
edificios. Este veneno letal, difundido por la secta de la Nueva Era, es el
gnosticismo, que puede definirse como la pretensión del hombre de salvarse a sí
mismo sin la necesidad de Dios, sin Jesucristo y su gracia, sin su Iglesia y
sus sacramentos. De esta manera, el gnosticismo destruye los cimientos de la
vida espiritual, desde el momento en que reemplaza la fe en Jesucristo por la
fe en el hombre, con lo cual se muestra infinitamente más poderoso en su
capacidad destructora que los enemigos a los que se enfrentó San Pío V, la
Reforma y los turcos otomanos. El gnosticismo es destructor porque de la
adoración del hombre por el hombre pasa, casi imperceptiblemente, a la
adoración de Lucifer, objetivo último de la Nueva Era, la cual pretende la
entronización de Lucifer como rey del universo y la iniciación y consagración
luciferina de toda la humanidad.
Sin embargo, al igual que en tiempos de San Pío V, la
Iglesia cuenta con la ayuda de una fuerza espiritual poderosísima, ante cuya
presencia los enemigos de Dios y de la Iglesia se disipan como el humo al
viento: la Santa Misa, la Eucaristía, la Confesión sacramental, el rezo del
Santo Rosario y la Verdad revelada, depositada, custodiada y explicitada por el
Magisterio de la Iglesia. Además, el católico cuenta con la promesa de Jesús de
que “las puertas del infierno no prevalecerán” contra la Iglesia (Mc 8, 27-30), y por este motivo, quien haga
uso de estas armas celestiales, saldrá triunfante en la más grande batalla entablada
en la tierra desde el inicio de los tiempos, entre las fuerzas de Dios y las
fuerzas de las tinieblas. Con el uso de estas armas espirituales y con la
promesa de Jesús, el católico está siempre seguro de que las fuerzas del
infierno “no prevalecerán”.
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