“Si rasgaras los cielos y descendieras” (Is 64, 1). El profeta Isaías suspira e
implora al Dios de toda majestad y bondad, expresando el deseo más ardiente de
su corazón, pidiéndole que rasgue los cielos y descienda. ¿Por qué Isaías hace este pedido? Porque ve, por un lado, la
inmensa desolación que es este mundo; ve la maldad del corazón del hombre, que
se convierte en “lobo del hombre”, al usar a su prójimo como objeto de satisfacción
de sus bajas pasiones; ve cómo el mundo está sumergido en las tinieblas más
profundas y densas, las tinieblas del error, del pecado, de la ignorancia, de
la apostasía, de la negación de Dios y de su bondad y majestad; ve cómo el mundo
está asolado y sitiado por las tinieblas del infierno, tinieblas vivientes,
formadas por siniestros seres, los ángeles caídos, que maquinan continuamente
la perdición del hombre; ve cómo el mundo sin Dios se encamina decididamente a
su perdición eterna. Ante la vista del mal que asola al mundo, San Isaías hace esta súplica a Jesús: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.
Pero Isaías no solo pronuncia este deseo del descenso de la divinidad a través de los cielos rasgados, por el solo hecho de que el mal, que anida en el corazón del hombre y del ángel caído, ha tomado posesión de la tierra. El profeta Isaías clama por la venida de Dios a la tierra, rasgando los cielos, porque ha contemplado la hermosura indescriptible del Ser divino y, enamorado de Dios por la visión de su majestad incomprensible, considera que este mundo, comparado con tanta belleza y hermosura, es un sitio desolado, hórrido y siniestro, y por eso clama su venida.
Pero Isaías no solo pronuncia este deseo del descenso de la divinidad a través de los cielos rasgados, por el solo hecho de que el mal, que anida en el corazón del hombre y del ángel caído, ha tomado posesión de la tierra. El profeta Isaías clama por la venida de Dios a la tierra, rasgando los cielos, porque ha contemplado la hermosura indescriptible del Ser divino y, enamorado de Dios por la visión de su majestad incomprensible, considera que este mundo, comparado con tanta belleza y hermosura, es un sitio desolado, hórrido y siniestro, y por eso clama su venida.
“Si
rasgaras los cielos y descendieras”. El profeta Isaías, arrebatado en un
éxtasis de amor ante la visión de la bondad y la majestad divina, clama a Dios
que rasgue los cielos y descienda, para que con su bondad y hermosura divina
atraiga a los hombres hacia Él, para que así todos los hombres conozcan en qué
consiste la verdadera felicidad, que no es otra cosa que contemplarlo y
adorarlo por siglos sin fin. Pero el profeta Isaías, a pesar de su santidad
personal y a pesar del amor a Dios que arde en su corazón, amor expresado en su
ferviente súplica, no tuvo la dicha de ver los cielos rasgados, ni tampoco pudo
ver a Dios descender, y así este santo profeta no pudo tener, en esta vida y en
esta tierra, aquello que había contemplado en un éxtasis de amor.
Sin
embargo, aquello que el profeta Isaías no pudo ver en vida, sí lo tenemos y lo
podemos ver, por la fe, los católicos; todavía más, por la inefable
misericordia de Dios, poseemos algo que el profeta Isaías ni siquiera podía
imaginar, y es el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz, que es algo más
grande que los cielos abiertos, porque es el Amor de Dios en Persona que se
derrama a través de la herida abierta del Corazón de Jesús.
El
Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús es algo más grande que los cielos
rasgados, porque a través del Corazón de Jesús, se derrama sobre el alma su
Sangre, y con la Sangre, el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que colma con la
abundancia de su Amor divino el deseo de felicidad que tiene el alma.
“Si
rasgaras los cielos y descendieras”. Jesús no solo cumple con creces el deseo
del profeta Isaías, bajando del cielo para encarnarse en el seno virgen de
María, sino que rasga algo más grande que los cielos, al permitir que su
Corazón sea traspasado en la Cruz, para que con la efusión de su Sangre, descienda
sobre nosotros el Amor de Dios.
“Si
rasgaras los cielos y descendieras”, le dice el profeta Isaías a Dios, y Dios cumple con creces el pedido en Cristo, que es Dios. Pero si Isaías hace un pedido a Dios, Cristo a su vez nos dice a nosotros: “Si rasgaras tu corazón para que yo pueda entrar y
darte mi amor”. Por lo tanto, ante el
pedido de Cristo Dios, debemos corresponder rasgando nuestros corazones con la
oración, la mortificación y la misericordia, para que entre, a través del
corazón rasgado, contrito y humillado, el Dios que ha bajado de los cielos para
darnos su Amor, Jesús Eucaristía.
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