San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 21 de julio de 2011

Santa María Magdalena



“Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” (cfr. Jn 20, 1.11-18). El Domingo por la mañana, María Magdalena acude al sepulcro, en donde se encontrará con Cristo resucitado. No es casualidad que el evangelista destaque que a esa hora, a pesar de estar amaneciendo, “aún estaba oscuro”. La oscuridad del día cósmico es una metáfora de la oscuridad en la que se encuentra envuelta el alma de María Magdalena, que acude sin fe en Cristo resucitado.

La ausencia de fe de María Magdalena –es decir, la oscuridad de su alma- se exterioriza por varios detalles: está “llorando”, triste, acongojada, porque busca a un Jesús muerto, y no al Jesús resucitado; busca al Jesús que murió en la cruz, pero las palabras de Jesús anunciando su resurrección –“El Hijo del hombre sufrirá pero resucitará al tercer día” (cfr. Mt 17, 23)- no constituyen para ella, al menos en este momento, ni luz ni consuelo espiritual.

La otra oscuridad espiritual se patentiza en su diálogo con los dos ángeles, sentados a la cabecera y a los pies del sepulcro: dialoga con ellos, quienes le preguntan el motivo de su llanto: “¿Por qué lloras?”. En su respuesta, María Magdalena no encuentra consuelo, porque el único Cristo al que ella busca, el Cristo muerto, no está.

Alejada de la fe en la Resurrección, razona con pensamientos humanos, y su inteligencia humana le dice que lo único que puede haber pasado es que “alguien” se ha “llevado el cuerpo” de su Señor, y como no sabe dónde lo está, eso le provoca la angustia y el llanto.

Su falta de fe le lleva también a desconocer a Jesús, que está ahí, de pie en el sepulcro, resucitado, quien le pregunta lo mismo que los ángeles: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién estás buscando?”. En la oscuridad y en el laberinto de sus razonamientos humanos, María Magdalena confunde a Jesús con el jardinero, y deduciendo que es él quien se ha llevado el cuerpo, le pide que le diga dónde lo ha dejado.

Jesús entonces la llama por su nombre: “María”, y es en ese momento en el que sus ojos, recibiendo la luz de Cristo, se abren a la luz de la fe, y es así como lo reconoce como resucitado, llamándolo “Rabboní” o “Maestro”, arrojándose a sus pies en señal de adoración.

Muchos cristianos viven como María Magdalena antes de recibir la luz de la fe: buscan en la Iglesia a un Cristo muerto, y no a un Cristo resucitado, porque no tienen fe en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Frente al misterio eucarístico, se guían con sus razonamientos humanos, dejando de lado lo sobrenatural, y es así como sus vidas transcurren lejos de la fe: sin cruz, sin oración, sin sacrificios, sin esperanzas del encuentro definitivo en la eternidad con las Tres Personas de la Trinidad, buscando siempre a un cadáver en un sepulcro, y no a Cristo resucitado en la Eucaristía.

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