El martirio de San Blas, es decir, la etapa final de la vida terrena del santo, estuvo signada por hechos prodigiosos y por numerosos milagros, incluido el de la curación del niño agonizante por una espina atravesada en la garganta, que fue el que dio origen a su devoción popular y a su condición de protector contra las enfermedades de garganta.
Habiéndose iniciado a principios del siglo IV la persecución en Sebaste, Armenia, en donde tenía su sede episcopal, San Blas, siguiendo el consejo de Cristo, huye a las montañas, refugiándose en el monte Armeo. Se cuenta que estando el santo en su cueva –pues hacía vida eremítica-, las bestias salvajes se reunían mansamente a la entrada de la gruta, esperando con respeto que terminase su oración, para recibir su bendición y también para ser curadas. Unos soldados, que organizaban una cacería, testimonian del hecho al prefecto, el cual ordena que lleven al obispo a su presencia.
La noche anterior a su encarcelamiento, se le aparece Jesús por tres veces, animándolo a que ofrezca el sacrificio, lo cual entiende San Blas que es un llamado de Jesús para ofrecer su vida como mártir.
Después de celebrar la misa, se presentan los soldados, y le dicen que salga de su gruta. Él les responde, sabiendo que iba a ser martirizado: “Bienvenidos seáis, hijitos míos. Me traéis una buena nueva. Vayamos prontamente. y sea con nosotros mi Señor Jesucristo que desea la hostia de mi cuerpo”.
Al ser trasladado al lugar del martirio, lo acompaña una multitud, incluidos los paganos, que quieren alcanzar de San Blas su bendición, la curación de las dolencias, el remedio de todo tipo de males, a lo cual todo atendía el santo, olvidándose que iba camino del cadalso.
Es en este momento en el que se le acerca una madre con su hijo moribundo, debido a una espina que le atravesaba la garganta, diciéndole: “¡Siervo de Nuestro Salvador Jesucristo, apiádate de mi hijo; es mi único hijo!”. San Blas impone la mano sobre el niño que agonizaba, le hace la señal de la cruz en la garganta, reza por él, y el niño, milagrosamente, se restablece por completo. Pide también que cuantos recurran a su intercesión en situaciones parecidas, obtengan la protección del cielo.
Es llevado ante el prefecto romano, quien trata de persuadirlo para que renuncie al cristianismo y para que adore a los dioses, respondiendo San Blas negativamente y con santa indignación a la propuesta. En los días sucesivos, lo castigan brutalmente y lo suspenden de un madero colgado con garfios de hierro, para tratar de hacerlo renegar de la fe, sin obtener por supuesto ningún resultado, y cuando San Blas vuelve a su celda, regando el suelo con su sangre, siete mujeres cristianas recogen su sangre y se ungen con ella, con lo cual ellas mismas son también torturadas, para luego ser finalmente decapitadas. Una de ellas le encomienda sus dos hijos pequeños, que habían manifestado el deseo de seguirla en el martirio, y los dos niños serán luego decapitados junto a San Blas en las afueras de la ciudad, en el año 316.
Es por la curación milagrosa del niño agonizante a causa de una espina en la garganta, que se lo invoca especialmente en las enfermedades de la garganta[1], y así lo reconoce el ritual.
Legítimamente, entonces, podemos invocar al santo para que nos asista en nuestras necesidades, sobre todo en las enfermedades de la garganta, pero si nos limitáramos a pedirle al santo nada más que esto, estaríamos casi injuriando su memoria, y dejando en el olvido su glorioso martirio.
[1] Es considerado como especial protector de los niños: “San Blas bendito, que se ahoga este angelito”.
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