San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 4 de agosto de 2010

El Santo Cura de Ars




En nuestro trato con Dios, la relación es siempre desigual: Dios es Todopoderoso, Omnisciente, infinitamente sabio, inmensamente majestuoso; Dios es la “fuente de toda santidad”, como dice el Misal Romano[1], y como tal, está lleno de gloria, de vida, de luz y de bondad divina. Por nuestra parte, nosotros somos, según la definición de los santos de la Iglesia Católica, “nada más pecado”. Delante de Dios, que es el Acto de Ser, somos la nada, somos el “no ser”, tal como le dijera Jesús un día a Santa Catalina de Siena.
Vistas así las cosas, nos encontramos en una enorme desventaja frente a Dios, a la hora de pedir algún favor. Si Dios es lo que es, no tiene en absoluto ni necesidad ni obligación para con nosotros; por lo tanto, no tiene necesidad ni obligación de escuchar nuestras peticiones. Por otra parte, si nos escucha, ¿qué podemos ofrecerle a Él, que es el Creador del universo, tanto del visible como del visible? Si queremos conseguir de Dios un favor, ¿qué podríamos ofrecerle a cambio a Dios, si a Él le pertenece el universo visible, con sus infinitas galaxias y planetas? ¿Qué podríamos darle, como don nuestro, a Él, que es el Rey y el Creador del universo invisible, es decir, de los ángeles?
Si hipotéticamente llegáramos a recolectar todo el oro del mundo, toda la plata del mundo, todas las piedras preciosas del mundo, eso sería igual que nada, delante de su infinita majestad. No tenemos nada para ofrecerle, que sea digno de Él.
Sin embargo, eso es verdad, pero hasta cierto punto.
Gracias a Jesús, tenemos algo para ofrecer a Dios, que es digno de Él: su Pasión, que es algo que nos pertenece como algo propio, de modo que podemos ofrecerla en canje a Dios por algún favor. Se cuenta que un día, durante un sermón, el Santo Cura de Ars dijo un ejemplo de un sacerdote que al celebrar una Misa por su amigo muerto, después de la Consagración oró de la manera siguiente: “Eterno y Santo Padre, hagamos un cambio. Tú posees el alma de mi amigo en el Purgatorio; yo tengo el Cuerpo de Tu Hijo en mis manos. Líbrame Tú a mi amigo, y yo Te ofrezco a Tu Hijo, con todos los meritos de Su Pasión y Muerte”. Maravilloso trueque, por el cual el Santo Cura de Ars nos enseña a ofrecer algo que es nuestro, la Pasión de Jesús.
También Santa Teresa de Ávila, en su “Moradas del castillo interior”, nos enseña lo mismo: “…una persona estaba muy afligida delante de un crucifijo, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios ni qué dejar por Él: díjole el mismo Crucificado, consolándola, que Él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión, que los tuviese por propios, para ofrecer a su Padre”[2].
Ofreciendo la Pasión de su Hijo Jesús, Dios Padre no podrá negarnos nada de lo que le pidamos. Como la Eucaristía es la renovación sacramental del sacrificio en cruz de Jesús, la Eucaristía nos pertenece como algo propio, y es algo que podemos dar a Dios, a cambio de algún favor: “Dios Uno y Trino, te pido por la conversión y salvación eterna de aquellos a quienes amo, y a cambio te ofrezco la Divina Eucaristía”. Y Dios Trinidad no podrá decirnos que no.
[1] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística II.
[2] Cfr. Moradas Sextas, 5, 6.

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