Bienaventurados habitantes del cielo, Ángeles y Santos, vosotros que os alegráis en la contemplación y adoración de la Santísima Trinidad, interceded por nosotros, para que algún día seamos capaces de compartir vuestra infinita alegría.
San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
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"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".
lunes, 23 de agosto de 2010
San Bartolomé
viernes, 20 de agosto de 2010
San Bernardo: "Amo porque amo, amo por amar"
miércoles, 11 de agosto de 2010
Santa Clara eligió la pobreza, junto a San Francisco, para imitar a Cristo pobre en el Pesebre y en la Cruz
En el Directorio Franciscano, puede leerse cuál es la última voluntad de San Francisco, en relación a la rama femenina franciscana, en la cual se encontraba Santa Clara de Asís: “Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien”.
Como se ve, San Francisco, en su última voluntad, dictada a Santa Clara, hace mucho hincapié en que “no se aparten de la pobreza”. ¿Por qué esta insistencia en vivir la pobreza?
Visto con ojos humanos, la riqueza parece mucho más conveniente que la pobreza, incluso para la difusión del Reino de Dios: por ejemplo, con riqueza material, se poseen medios en mayor cantidad y calidad, se puede llegar a más cantidad de gente, y se pueden hacer muchas obras de beneficencia. Con la pobreza en cambio, todo esto se hace, si no imposible, muy difícil de alcanzar.
Sin embargo, a pesar de las aparentes conveniencias de poseer riquezas materiales, San Francisco recomienda con insistencia a Santa Clara “no apartarse de la pobreza”.
El motivo es que San Francisco recomienda la pobreza material, porque así el cristiano –y mucho más, el alma consagrada, como Santa Clara- se acerca más a Cristo pobre, en su Encarnación y en la cruz.
Cristo es pobre en la Encarnación, porque siendo Dios omnipotente, Dueño absolutamente de todo el universo, riquísimo en la abundancia exuberante de su Ser divino, se vuelve pobre, al asumir nuestra condición humana, tan limitada y tan necesitada de todo. Siendo Él el Dios Todopoderoso, decide encarnarse y asumir una naturaleza humana, que comparada con la inagotable riqueza del Ser divino, es igual a la nada. En la Encarnación, el Hijo de Dios, el Esplendor del Padre, el reflejo de la gloria del Padre, Aquel que fue engendrado entre esplendores celestiales en la eternidad, Aquel que es adorado por los ángeles y por los santos, posee en la Encarnación nada más que un cuerpo y un alma humana, un pobre pesebre hecho por su padre terreno adoptivo, San José, y una delicada manta tejida por su Madre, que es la Madre de Dios, para atenuar un poco el intenso frío de la Noche de Belén. Esos son todos los bienes materiales que posee Cristo Dios en la Encarnación.
Cristo es pobre también en la cruz, porque en la cruz está despojado de todo: no tiene nada, salvo unas pocas posesiones: el madero de la cruz, la inscripción “Éste es el Rey de los judíos”, tres clavos de hierro, una corona de gruesas espinas, un poco de tela para cubrir sus partes íntimas. Ésos son todos los bienes de Cristo en la cruz, no tiene más, y tampoco quiere más, porque con estos escasos bienes materiales, Cristo entrará en la gloria del Padre, y desde allí viene en cada Eucaristía para llevarnos con Él.
Cristo pobre en la Encarnación, Cristo pobre en la cruz. Santa Clara eligió la pobreza, no para ejercitarse en la virtud, ni para perfeccionarse en la carencia de todo. Santa Clara eligió la pobreza, junto a San Francisco, para ser pobre junto a Cristo pobre en Belén, y pobre en la Cruz.
viernes, 6 de agosto de 2010
Santa Lucía y el martirio
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En
Uno de esos mártires es Santa Lucía. Era una joven que había nacido en la ciudad donde vive el Papa, que se llama Roma. Ella, desde muy chica, sin decir nada a nadie, había hecho la promesa a Dios de vivir la pureza. Entonces, le dijo a su novio que ya no iba a ser más novia, porque le daba su cuerpo y su alma a Jesús. Su novio se enojó mucho, y la demandó al gobernador. Entonces el gobernador la llevó presa y le dijo que tenía que renunciar a Jesús y que tenía que creer en los dioses que el creía, pero Santa Lucía le dijo que no, que antes que decirle “no” a Jesús, prefería morir.
Y ahí el gobernador se enojó mucho, y mandó a sus soldados que la llevaran a la cárcel, pero el Espíritu Santo hizo que Santa Lucía estuviera firme como una roca, y no pudieron moverla ni siquiera un poquito, y eso que eran muchos. Los soldados la empujaban y la empujaban, y hacían mucha fuerza, y muchos se caían cansados de tanto hacer fuerza, pero Santa Lucía no se movía. También le pasaron una cuerda por el cuello y por los pies, pero no pudieron moverla, y después ataron la soga a unos bueyes, que son como unos toros grandes, y tampoco pudieron moverla.
El jefe de los soldados se ponía cada vez más enojado, y entonces hizo que prepararan un fuego, con mucha leña, y que le agregaran aceite, para que el fuego fuera más grande, y la pusieron en medio del fuego, pero Santa Lucía no se quemó nada, porque hizo esta oración: “Yo oraré a Jesucristo para que el fuego no me moleste”. Rezó esta oración, y el fuego no le hizo nada. El fuego terminó siendo nada más que cenizas, y Santa Lucía seguía de lo más bien, sin haberse quemado ni un pelo.
Ella sufrió todo eso porque le habían dicho que hiciera algo malo: que no creyera en Jesús, pero como estaba llena del Espíritu Santo, dijo que antes prefería morir que hacer algo malo, como no creer en Jesús. Santa Lucía no quería hacer nada malo –las cosas malas se llaman “pecado”-, porque el pecado hace que Jesús sufra todavía más en la cruz, y como Santa Lucía amaba mucho a Jesús en la cruz, no quería hacerlo sufrir. Y así fue que ella prefirió la muerte antes que cometer el pecado de decir que no creía en Jesús.
A nosotros, seguramente, nunca nos van a tirar flechazos –aunque muchos de nuestros amigos, y nosotros mismos, seamos bastante indios-, ni tampoco van a calentar una olla gigante para hervirnos en aceite, como a las papas fritas. Pero puede pasar que alguien, un amigo, o un conocido, o alguien más grande, nos proponga alguna vez hacer algo malo, algo que no le gusta a Jesús, un pecado, o también puede pasar que pasen un programa en televisión que sea malo.
¿Qué hacemos ahí?
Si alguien –un amigo del barrio, un compañero de escuela, un grande- nos dice que hagamos algo malo, ahí nos acordemos de Santa Lucía, que prefirió sufrir mucho en su cuerpo, y hasta prefirió la muerte, antes que hacer algo malo, un pecado, porque el pecado hace que Jesús sufra más en la cruz.
miércoles, 4 de agosto de 2010
El Santo Cura de Ars
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Vistas así las cosas, nos encontramos en una enorme desventaja frente a Dios, a la hora de pedir algún favor. Si Dios es lo que es, no tiene en absoluto ni necesidad ni obligación para con nosotros; por lo tanto, no tiene necesidad ni obligación de escuchar nuestras peticiones. Por otra parte, si nos escucha, ¿qué podemos ofrecerle a Él, que es el Creador del universo, tanto del visible como del visible? Si queremos conseguir de Dios un favor, ¿qué podríamos ofrecerle a cambio a Dios, si a Él le pertenece el universo visible, con sus infinitas galaxias y planetas? ¿Qué podríamos darle, como don nuestro, a Él, que es el Rey y el Creador del universo invisible, es decir, de los ángeles?
Si hipotéticamente llegáramos a recolectar todo el oro del mundo, toda la plata del mundo, todas las piedras preciosas del mundo, eso sería igual que nada, delante de su infinita majestad. No tenemos nada para ofrecerle, que sea digno de Él.
Sin embargo, eso es verdad, pero hasta cierto punto.
Gracias a Jesús, tenemos algo para ofrecer a Dios, que es digno de Él: su Pasión, que es algo que nos pertenece como algo propio, de modo que podemos ofrecerla en canje a Dios por algún favor. Se cuenta que un día, durante un sermón, el Santo Cura de Ars dijo un ejemplo de un sacerdote que al celebrar una Misa por su amigo muerto, después de la Consagración oró de la manera siguiente: “Eterno y Santo Padre, hagamos un cambio. Tú posees el alma de mi amigo en el Purgatorio; yo tengo el Cuerpo de Tu Hijo en mis manos. Líbrame Tú a mi amigo, y yo Te ofrezco a Tu Hijo, con todos los meritos de Su Pasión y Muerte”. Maravilloso trueque, por el cual el Santo Cura de Ars nos enseña a ofrecer algo que es nuestro, la Pasión de Jesús.
También Santa Teresa de Ávila, en su “Moradas del castillo interior”, nos enseña lo mismo: “…una persona estaba muy afligida delante de un crucifijo, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios ni qué dejar por Él: díjole el mismo Crucificado, consolándola, que Él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión, que los tuviese por propios, para ofrecer a su Padre”[2].
Ofreciendo la Pasión de su Hijo Jesús, Dios Padre no podrá negarnos nada de lo que le pidamos. Como la Eucaristía es la renovación sacramental del sacrificio en cruz de Jesús, la Eucaristía nos pertenece como algo propio, y es algo que podemos dar a Dios, a cambio de algún favor: “Dios Uno y Trino, te pido por la conversión y salvación eterna de aquellos a quienes amo, y a cambio te ofrezco la Divina Eucaristía”. Y Dios Trinidad no podrá decirnos que no.
[1] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística II.
[2] Cfr. Moradas Sextas, 5, 6.