San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 18 de noviembre de 2021

Santa Isabel de Hungría

 



         Vida de santidad[1].

         Hija de Andrés, rey de Hungría, nació el año 1207; siendo muy joven, fue dada en matrimonio a Luis, landgrave de Turingia, del que tuvo tres hijos. Vivía entregada a la meditación de las cosas celestiales y, después de la muerte de su esposo, abrazó la pobreza y erigió un hospital en el que ella misma servía a los enfermos. Murió en Marburgo el año 1231.

         Mensaje de santidad[2].

         El director espiritual de Santa Isabel de Hungría, el padre Conrado de Marburgo, nos deja una semblanza de la vida de la santa en una carta dirigida al Sumo Pontífice, en el año 1232, en la que afirma que Santa Isabel “reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres”. Desde un inicio, esta carta nos señala que el centro y el corazón del Evangelio no son los pobres, sino Cristo, el Hombre-Dios, porque Santa Isabel se santificó obrando la misericordia corporal y espiritual con los pobres, pero no por los pobres en sí mismos, que en cuanto tales no dejan de ser seres humanos, sino porque vio, espiritualmente hablando, a Nuestro Señor Jesucristo en ellos, misteriosa pero realmente presente en ellos. Esto es muy importante considerar, porque existe una tendencia que interpreta erróneamente el sentido de la Revelación de Jesucristo al desplazar el eje y el centro del Evangelio, de Jesucristo, a los pobres, convirtiendo a los pobres materiales en salvadores del mundo y a la pobreza material en una especie de estado de redención, lo cual es un error sumamente peligroso, porque ni los pobres son buenos por ser pobres, ni la pobreza es signo de salvación: el Único Redentor y Salvador de la humanidad es el Hombre-Dios Jesucristo, quien nos concede su gracia, la gracia santificante, a través de la cual nos redime, quitándonos el pecado –la verdadera pobreza espiritual- y concediéndonos la participación en la vida de la Santísima Trinidad –que es la verdadera riqueza espiritual-.

         Una vez aclarado este punto acerca de los pobres y la pobreza, los cuales tienen que ser considerados bajo una perspectiva cristiana, para no caer en el reduccionismo materialista propio del marxismo y del comunismo, consideremos el legado de santidad de Santa Isabel de Hungría, según las palabras de su director espiritual.

         Dice así el padre Conrado de Marburgo, en la carta que le escribe al Papa en el año 1232: “Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos”. Aquí, su director espiritual testimonia cómo la santa vivió a la perfección el mandato de Jesús de obrar la misericordia –“Lo que habéis hecho con uno de estos pequeños, Conmigo lo habéis hecho”-, no solo construyendo hospitales, con lo cual cuidaba de los enfermos, sino también dando de comer a los hambrientos, cumpliendo así otra obra de misericordia y para ello, no dudó en vender todas sus joyas e incluso hasta sus vestidos más lujosos. Continúa luego Conrado de Marburgo: “Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, ella, aspirando a la máxima perfección, me pidió con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta”. Santa Isabel no se contentaba con mandar a construir albergues y hospitales, sino que ella misma en persona acudía a curar a los enfermos y sanar sus heridas y lo hacía no por filantropía, sino por amor a Cristo, a quien veía misteriosa pero realmente presente en los más necesitados.

         Dice luego así su director espiritual: “En el mismo día del Viernes santo, mientras estaban denudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados”. La santa renuncia voluntariamente a todos los bienes materiales, pero también a todos los honores humanos que podría recibir por sus actividades en favor de los más necesitados, porque en su corazón resonaban las palabras de las Escrituras: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”. Continúa Conrado: “Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol”. La actividad apostólica y evangelizadora de la santa tenía como fundamento una intensa vida espiritual, basada en la oración, en la contemplación y en la meditación de las verdades eternas del Evangelio y eso le concedía una sobrenatural hermosura. Luego, el Padre Conrado revela cuánto desapego tenía la santa a los bienes de esta vida y cómo deseaba desprenderse de todos ellos, para así ganar el verdadero bien, la vida eterna en el Reino de los cielos,: “Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente”. Al meditar en su vida, le pidamos a Santa Isabel de Hungría que interceda por nosotros para que seamos capaces no solo de desprendernos de los bienes materiales, sino de desear la vida eterna en el Reino de los cielos, para alegrarnos para siempre en la contemplación de la Trinidad y del Cordero, junto a la Virgen, a los ángeles y a los santos de Dios Trino.

        

 



[2] De una carta escrita al Papa por Conrado de Marburgo, director espiritual de santa Isabel; cfr. https://www.corazones.org/biblia_y_liturgia/oficio_lectura/fechas/noviembre_17.htm

No hay comentarios.:

Publicar un comentario