Cuando se leen las Actas de los Mártires[1], en las que quedan
consignadas, con total fidelidad histórica lo acontecido en el momento de sus
muertes, no deja de llamar la atención el contraste –por otra parte,
inexplicable desde el punto de vista humano- entre los tremendos suplicios y
dolores que sufren, sumados al estrés por la muerte cercana, y la alegría, la
serenidad, la ausencia total de quejas, gritos, lamentos, que deberían suceder
naturalmente en situaciones como las suyas. Lo vemos de modo especial en el
martirio de San Pablo Miki y compañeros, puesto que todos estaban crucificados
y a todos se les había anunciado la inminencia de su muerte.
A
continuación, leemos la descripción de esos momentos y la particular reacción
de los mártires: “Una vez crucificados, era admirable ver la constancia de
todos, a la que los exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez. El
padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano
Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el
versículo: En tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba
gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el
padrenuestro y el avemaría”[2]. Exhortando a la
conversión, en éxtasis místico con los ojos fijos en el cielo, como viendo ya
la eternidad de alegría que les espera, cantando salmos en acción de gracias a
la bondad divina, rezando con voz clara y firme… No parecen un grupo de
crucificados y sentenciados a muerte, y sin embargo lo son, pero para los
mártires, la muerte en Cristo y por Cristo significa salir de este “valle de
lágrimas” para ser llevados al encuentro con el Amor de los amores, Cristo
Jesús.
“Pablo
Miki, nuestro hermano, viéndose colocado en el púlpito más honorable de los que
hasta entonces había ocupado, empezó por manifestar francamente a los presentes
que él era japonés, que pertenecía a la Compañía de Jesús, que moría por haber
predicado el Evangelio y que daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne;
a continuación añadió estas palabras: “Llegado a este momento crucial de mi
existencia, no creo que haya nadie entre vosotros que piense que pretendo
disimular la verdad. Os declaro, pues, que el único camino que lleva a la
salvación es el que siguen los cristianos. Y, como este camino me enseña a
perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido, perdono de buen
grado al rey y a todos los que han contribuido a mi muerte, y les pido que
quieran recibir la iniciación cristiana del bautismo”[3]. Pablo Miki, hasta el
último instante de su vida terrena, señala a los cristianos que escuchan, angustiados,
desde la cruz – “el púlpito más honorable de los que hasta
entonces había ocupado”, dice su biógrafo-, que Cristo es el Único Camino (cfr.
Jn 14, 6) para ir al cielo y, como
buen discípulo de su Maestro, que nos perdonó desde la cruz a nosotros, que
éramos sus enemigos porque le quitábamos la vida con nuestros pecados, así
también Pablo Miki perdona al emperador y “a todos los que lo han ofendido y
contribuido a su muerte”, dando así su vida por ellos y obteniéndoles, por
Cristo, las puertas abiertas del cielo para sus propios verdugos, tal como lo
hizo Jesús con nosotros.
“Luego,
vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a darles ánimo en aquella lucha
decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría especial, sobre todo en el
de Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el paraíso,
atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo con
los dedos y con todo su cuerpo. Antonio, que estaba al lado de Luis, con los
ojos fijos en el cielo, después de haber invocado el santísimo nombre de Jesús
y de María, se puso a cantar el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había
aprendido en la catequesis de Nagasaki, ya que en ella se enseña a los niños
algunos salmos. Otros, finalmente, iban repitiendo con rostro sereno: “¡Jesús,
María!”. Algunos también exhortaban a los presentes a una vida digna de
cristianos; con estas y otras semejantes acciones demostraban su pronta
disposición ante la muerte”[4]. Unos a otros se dan
ánimo, no por la crudeza de los dolores de la crucifixión, que no los
experimentan, sino para que todos lleguen a la meta prometida, que ya está
cerca, la vida eterna; repiten sin cesar los nombres de Jesús y María, no
porque los llamen debido a que Jesús y la Virgen están ausentes, sino porque
Jesús y María están al lado de ellos, confortándoles y con las coronas de
gloria en sus manos, prontos a entregárselos, apenas traspasen el umbral de la
muerte.
“Entonces
los cuatro verdugos empezaron a sacar lanzas de las fundas que acostumbraban
usar los japoneses; ante aquel horrendo espectáculo todos los fieles se
pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y, lo que es más, prorrumpieron en unos
lamentos capaces de llegar hasta el mismo cielo. Los verdugos asestaron a cada
uno de los crucificados una o dos lanzadas con lo que, en un momento, pusieron
fin a sus vidas”[5].
Finalmente, los verdugos cumplen su tarea, dictaminada por la Divina
Providencia, para que los mártires puedan abandonar este mundo inmerso “en
tinieblas y en sombras de muerte” (cfr. Lc
1, 68-79), para llegar al Paraíso prometido, la Jerusalén celestial, el Reino
de Dios, en donde todo es adoración de la Trinidad, gozo, alegría y dicha sin
fin, por los siglos de los siglos. A cambio de un breve momento de tribulación,
los mártires, que derraman su sangre por Jesús, obtienen una eternidad de paz, gloria,
alegría celestiales.
¿Qué explicación tiene esta contradicción, entre el suplicio
sufrido y la alegría experimentada? ¿Cómo explicar, con la sola razón humana,
los éxtasis místicos, los gozos y el deseo de afrontar la muerte para pasar a
la vida eterna? Sólo hay una explicación posible, y es la asistencia del
Espíritu Santo a los mártires, en el momento de la muerte: es el Espíritu Santo
quien, inhabitando en los mártires, no solo los hace inmunes a todo tipo de
dolor; no solo les impide cualquier estrés psicológico ante la muerte
inminente, sino que, al hacerlos partícipes, con más intensidad que nunca antes
en sus vidas, de la vida del Hombre-Dios
Jesucristo, les concede su misma fortaleza sobrenatural, su misma alegría, su
mismo gozo, y les hace disfrutar, momentos antes de la muerte, de modo
anticipado, de la eterna bienaventuranza y de la corona de gloria que la
Trinidad les tiene reservadas, por dar testimonio cruento de Jesucristo. No hay,
entonces, explicaciones humanas frente al comportamiento de los mártires; sólo
lo que nos dice su sangre derramada, a instancias del Espíritu Santo: “Ya no
soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario