San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 6 de febrero de 2016

Santos Pablo Miki y compañeros, mártires


         Cuando se leen las Actas de los Mártires[1], en las que quedan consignadas, con total fidelidad histórica lo acontecido en el momento de sus muertes, no deja de llamar la atención el contraste –por otra parte, inexplicable desde el punto de vista humano- entre los tremendos suplicios y dolores que sufren, sumados al estrés por la muerte cercana, y la alegría, la serenidad, la ausencia total de quejas, gritos, lamentos, que deberían suceder naturalmente en situaciones como las suyas. Lo vemos de modo especial en el martirio de San Pablo Miki y compañeros, puesto que todos estaban crucificados y a todos se les había anunciado la inminencia de su muerte.
A continuación, leemos la descripción de esos momentos y la particular reacción de los mártires: “Una vez crucificados, era admirable ver la constancia de todos, a la que los exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez. El padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el versículo: En tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el padrenuestro y el avemaría”[2]. Exhortando a la conversión, en éxtasis místico con los ojos fijos en el cielo, como viendo ya la eternidad de alegría que les espera, cantando salmos en acción de gracias a la bondad divina, rezando con voz clara y firme… No parecen un grupo de crucificados y sentenciados a muerte, y sin embargo lo son, pero para los mártires, la muerte en Cristo y por Cristo significa salir de este “valle de lágrimas” para ser llevados al encuentro con el Amor de los amores, Cristo Jesús.
“Pablo Miki, nuestro hermano, viéndose colocado en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, empezó por manifestar francamente a los presentes que él era japonés, que pertenecía a la Compañía de Jesús, que moría por haber predicado el Evangelio y que daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne; a continuación añadió estas palabras: “Llegado a este momento crucial de mi existencia, no creo que haya nadie entre vosotros que piense que pretendo disimular la verdad. Os declaro, pues, que el único camino que lleva a la salvación es el que siguen los cristianos. Y, como este camino me enseña a perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido, perdono de buen grado al rey y a todos los que han contribuido a mi muerte, y les pido que quieran recibir la iniciación cristiana del bautismo”[3]. Pablo Miki, hasta el último instante de su vida terrena, señala a los cristianos que escuchan, angustiados, desde la cruz –el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado”, dice su biógrafo-, que Cristo es el Único Camino (cfr. Jn 14, 6) para ir al cielo y, como buen discípulo de su Maestro, que nos perdonó desde la cruz a nosotros, que éramos sus enemigos porque le quitábamos la vida con nuestros pecados, así también Pablo Miki perdona al emperador y “a todos los que lo han ofendido y contribuido a su muerte”, dando así su vida por ellos y obteniéndoles, por Cristo, las puertas abiertas del cielo para sus propios verdugos, tal como lo hizo Jesús con nosotros.
“Luego, vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a darles ánimo en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría especial, sobre todo en el de Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo con los dedos y con todo su cuerpo. Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado el santísimo nombre de Jesús y de María, se puso a cantar el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, ya que en ella se enseña a los niños algunos salmos. Otros, finalmente, iban repitiendo con rostro sereno: “¡Jesús, María!”. Algunos también exhortaban a los presentes a una vida digna de cristianos; con estas y otras semejantes acciones demostraban su pronta disposición ante la muerte”[4]. Unos a otros se dan ánimo, no por la crudeza de los dolores de la crucifixión, que no los experimentan, sino para que todos lleguen a la meta prometida, que ya está cerca, la vida eterna; repiten sin cesar los nombres de Jesús y María, no porque los llamen debido a que Jesús y la Virgen están ausentes, sino porque Jesús y María están al lado de ellos, confortándoles y con las coronas de gloria en sus manos, prontos a entregárselos, apenas traspasen el umbral de la muerte.
“Entonces los cuatro verdugos empezaron a sacar lanzas de las fundas que acostumbraban usar los japoneses; ante aquel horrendo espectáculo todos los fieles se pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y, lo que es más, prorrumpieron en unos lamentos capaces de llegar hasta el mismo cielo. Los verdugos asestaron a cada uno de los crucificados una o dos lanzadas con lo que, en un momento, pusieron fin a sus vidas”[5]. Finalmente, los verdugos cumplen su tarea, dictaminada por la Divina Providencia, para que los mártires puedan abandonar este mundo inmerso “en tinieblas y en sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 68-79), para llegar al Paraíso prometido, la Jerusalén celestial, el Reino de Dios, en donde todo es adoración de la Trinidad, gozo, alegría y dicha sin fin, por los siglos de los siglos. A cambio de un breve momento de tribulación, los mártires, que derraman su sangre por Jesús, obtienen una eternidad de paz, gloria, alegría celestiales.
         ¿Qué explicación tiene esta contradicción, entre el suplicio sufrido y la alegría experimentada? ¿Cómo explicar, con la sola razón humana, los éxtasis místicos, los gozos y el deseo de afrontar la muerte para pasar a la vida eterna? Sólo hay una explicación posible, y es la asistencia del Espíritu Santo a los mártires, en el momento de la muerte: es el Espíritu Santo quien, inhabitando en los mártires, no solo los hace inmunes a todo tipo de dolor; no solo les impide cualquier estrés psicológico ante la muerte inminente, sino que, al hacerlos partícipes, con más intensidad que nunca antes en sus vidas, de la vida del  Hombre-Dios Jesucristo, les concede su misma fortaleza sobrenatural, su misma alegría, su mismo gozo, y les hace disfrutar, momentos antes de la muerte, de modo anticipado, de la eterna bienaventuranza y de la corona de gloria que la Trinidad les tiene reservadas, por dar testimonio cruento de Jesucristo. No hay, entonces, explicaciones humanas frente al comportamiento de los mártires; sólo lo que nos dice su sangre derramada, a instancias del Espíritu Santo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).



[1] De la Historia del martirio de los santos Pablo Miki y compañeros, escrita por un autor contemporáneo; Cap. 14, 109-110: Acta Sanctorum Februarii 1, 769.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

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