“He
aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y no ha recibido de ellos más
que ingratitudes”[1].
En su Cuarta Revelación, Jesús se le aparece a Santa Margarita, le muestra su
Sagrado Corazón –envuelto en llamas, con una cruz en su base y rodeado de una corona
de espinas- y le dice: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y
no ha recibido de ellos más que ingratitudes”. ¿Por qué dice Jesús lo que dice y qué relación tienen las apariciones del Sagrado Corazón con nuestra vida
personal como cristianos?
Si
bien Jesús se aparece a Santa Margarita, tanto el mensaje como su contenido van
dirigidos a todos los hombres, pero de modo especial a los cristianos, más
específicamente, a los católicos -y de modo más especial todavía, a los consagrados-. Es decir, somos nosotros, católicos del siglo
XXI –y de todos los siglos- los destinatarios de las palabras de queja y
reproche por parte de Jesús y esto es así porque la corona de espinas que rodea
y lacera al Sagrado Corazón a cada instante, en cada latido, se deben a
nuestros pecados, puesto que esas espinas son la materialización de la malicia
producida –y consentida- en nuestros corazones, y es en eso en lo que consiste
el pecado.
Los
cristianos no dimensionamos, por lo general, las consecuencias que el pecado
tiene en Cristo Jesús, porque pensamos que el Sagrado Corazón es una devoción
sensiblera, sentimentalista, propia de otra época, o reservada a ciertas
personas, principalmente mujeres y, de entre las mujeres, las señoras de edad,
que no tienen otra cosa que hacer que rezar. Los cristianos, en el fondo,
despreciamos la devoción al Sagrado Corazón, porque pensamos que no tiene
relación alguna con nuestras vidas y que no está dirigida directamente a cada
uno de nosotros, de modo particular y personal.
Sin
embargo, esto constituye un grave error, porque el dolor que el Sagrado Corazón
experimenta debido a su corona de espinas, se debe a que esas espinas son la
materialización de nuestros pecados personales y particulares, en el sentido que
Jesús recibe el castigo que nosotros merecíamos de parte de la Justicia Divina:
“Él fue herido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades. El
castigo, por nuestra paz, cayó sobre El, y por sus heridas hemos sido sanados”
(Is 53, 5).
Que
Jesús esté herido y doliente a causa de nuestros pecados, está confirmado por
otra aparición del Sagrado Corazón a Santa Margarita, en el que Jesús se
aparece de pie, todo cubierto de heridas sangrantes, al tiempo que le dice a
Santa Margarita que busca algún alma que se apiade de sus heridas, producidas
por los pecadores: “¿No habrá quien tenga piedad de Mí y quiera compartir y
tener parte en mi dolor en el lastimoso estado en que me ponen los pecadores
sobre todo en este tiempo?”. “Lastimoso estado en el que me ponen los pecadores”:
puesto que somos pecadores, somos nosotros, con nuestros pecados, los que
ponemos en estado lastimoso a Dios Encarnado.
Es
necesario que meditemos en este hecho: que Jesús sufrió en su Cuerpo el castigo
que merecíamos por nuestros pecados –tengo que reflexionar en los pecados
míos, propios, personales y particulares, y no en los pecados del prójimo-, como lo
dice el profeta Isaías, pero también como lo dice San Pedro: “Él llevó nuestros
pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos
para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados” (1 Pe 2, 14).
“He
aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y no ha recibido de ellos más
que ingratitudes”. Si, como dice Santa Teresa, no nos mueve, para no pecar, “ni
el infierno tan temido”, “ni el cielo prometido”, que nos mueva, al menos, no
solo para no pecar, sino para vivir en gracia y acrecentarla cada vez más, la compasión y la piedad hacia Jesús, cuyo Sagrado Corazón sufre
inimaginablemente, al ser lacerado y desgarrado en cada latido, a causa de
nuestros pecados.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario