Los protomártires de la Iglesia de Roma fueron víctimas de
la persecución del emperador Nerón después del incendio de Roma, que tuvo lugar
el 19 de julio del año 64[1]. Fue
el emperador quien culpó, injustamente, de este incendio y de otras
calamidades, a los cristianos, todo lo cual era un burdo pretexto para
simplemente tener una excusa para encarcelarlos, condenarlos y ejecutarlos.
La comunidad cristiana era pacífica y sin embargo -dice Tertuliano- tanto el emperador Nerón como los paganos, los culpaban supersticiosamente de todas las calamidades que acontecían. Dice así Tertuliano: “Los paganos atribuyen a los
cristianos cualquier calamidad pública, cualquier flagelo. Si las aguas del
Tíber se desbordan e inundan la ciudad, si por el contrario el Nilo no se
desborda ni inunda los campos, si hay sequía, carestía, peste, terremoto, la
culpa es toda de los cristianos, que desprecian a los dioses, y por todas
partes se grita: ¡Los cristianos a los leones!”.
Lo que llama la atención,
además de las acusaciones injustas, es la forma de morir de los cristianos,
extremadamente cruel, impuesta e ideada por Nerón, puesto que para su muerte no era necesaria la barbarie
demostrada en la ejecución de los prisioneros. Gracias al historiador Cornelio
Tácito, que dejó escrito en el Libro XV de los Annales, podemos saber hasta
dónde llegaba la brutalidad del emperador, a la hora de hacer morir a los
cristianos, sin respetar ni a las mujeres ni a los niños: por ejemplo, los rociaba con
alquitrán y los hacía arder como antorchas humanas en los jardines de la colina
Oppio, o los vestía con pieles de animales y los dejaba a merced de las bestias
feroces en el circo[2].
El
historiador pagano Tácito escribe que hasta el mismo pueblo romano, pagano
también como él, sentía compasión y horror ante tales muestras de crueldad, que
no se justificaban ni siquiera por el supremo interés del imperio; todos se
daban cuenta de que, en realidad, se trataba, en última instancia, de
satisfacer la sed de sangre del emperador Nerón. Dice así el escritor Tácito: “Entonces
—sigue diciendo Tácito—se manifestó un sentimiento de piedad, aun tratándose de
gente merecedora de los más ejemplares castigos, porque se veía que eran
eliminados no por el bien público, sino para satisfacer la crueldad de un
individuo” (Nerón).
Sin
embargo, la razón última de la persecución de los cristianos y de la extrema
ferocidad y crueldad con la cual eran ajusticiados, no se justifican, ni por
los intereses supremos de un imperio terreno, ni por la patología mental
paranoica, psicopática, sádica y delirante de un emperador humano, sediento de
sangre y de sufrimiento humano, aun cuando de hecho la hubiera habido (todo
indica que la había en el sujeto humano llamado “Nerón”).
La
razón última de la persecución de los cristianos y la extrema ferocidad y
crueldad con la que fueron ajusticiados los Primeros Santos Mártires de la
Iglesia de Roma –y, por extensión, todos los mártires de la Iglesia universal,
a lo largo de la historia, y los que serán ajusticiados hasta el Último Día-,
hay que buscarla en las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: “Si el mundo los
odia, sepan que Me ha odiado a Mí antes que a ustedes” (Jn 15, 18). Aquí, por “mundo”, se entiende al mundo creado por
Dios, el cual es bueno, en cuanto creado por Él, sino el mundo de las
tinieblas, el mundo regido por el Príncipe de las tinieblas, Satanás. Es el
mismo mundo tenebroso que logra, con calumnias, infamias, mentiras, perseguir y
arrestar a Jesús, y llevarlo a un juicio inicuo, para condenarlo a muerte de
cruz. Es el mundo regido por el demonio, que se vale del poder mundano, del
dinero, de la violencia, de la mentira, de la calumnia, de la infamia, de la
crueldad, para lograr su objetivo, que es el de borrar de la faz de la tierra y
del corazón del hombre el nombre de Dios Uno y Trino y el de Jesucristo, el
Hombre-Dios, el Cordero de Dios, que se dona a sí mismo en la Eucaristía, como el
Pan Vivo bajado del cielo. Es el mundo que busca destruir a la Iglesia y a su
Corazón, la Eucaristía.
Pero
así como la razón de la persecución y de la crueldad inhumana se encuentran en
el Infierno, así también la razón de no solo la resistencia sobrehumana frente
a tanta crueldad, sino de la alegría demostrada por los cristianos en
circunstancias tan dramáticas, no se deben buscar en la naturaleza humana, sino
en el cielo, en la Santísima Trinidad, en el Espíritu Santo, el Paráclito, el
Consolador, que el Padre y el Hijo envían a los mártires en los momentos de
máximo dolor y de mayor persecución, para confortarlos con la dulzura de su
Amor. Es el Espíritu Santo el que, inundando a los mártires con su Amor, los
conforta y les quita todo dolor, en medio de las torturas de sus verdugos, de
modo que no solo no sienten nada de dolor, sino que experimentan, ya por
anticipado, en los últimos momentos de su vida terrena, vividos en el martirio
por Cristo Jesús, la eternidad de alegría infinita, de gozos interminables, de
dulzuras celestiales, y sobre todo de Amor Divino, Eterno, de los que gozarán
por los siglos sin fin, en el Reino de los cielos.
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