El nacimiento de Juan el Bautista está precedido por
numerosos signos y prodigios: su madre, Santa Isabel, siendo una mujer entrada
en años, lo concibe de su esposo Zacarías a pesar de su edad; su concepción es
anunciada por un ángel; su padre pierde el habla por no creer en los signos del
cielo, y la recupera cuando los cree; una vez concebido, “salta de alegría” (cfr.
Lc 1, 39-45) en la Visitación de la
Virgen y el Evangelista Lucas confirma que “la mano de Dios estaba sobre Juan
el Bautista”. Luego, durante toda su vida, hasta que llega el momento de “manifestarse
a Israel”, lleva una vida austera, de penitencia y oración, “en el desierto”,
como lo dice el Evangelio.
Pero
no solo su nacimiento, sino también su muerte está marcada por un sello del
cielo, desde el momento en que no se trata de una muerte cualquiera, sino que
se trata de una muerte martirial, ya que es decapitado, no por defender una
regla moral –la indisolubilidad matrimonial, en este caso, de Herodes-, sino
que es decapitado por dar testimonio de Jesucristo, el Hombre-Dios. Y como si
no fueran suficientes estos signos celestiales, es el mismo Jesucristo quien elogia
a Juan el Bautista, llamándolo: “el más grande entre los nacidos de mujer”
(cfr. Lc 7, 28).
¿Por qué tantos signos de parte del cielo, tanto en su
nacimiento como en su muerte? ¿Por qué una vida de tanta austeridad en el
desierto? ¿Por qué el elogio de parte de Jesús? Por la función más
trascendental y única para la cual fue concebido Juan el Bautista: el anuncio
de la Llegada del Salvador, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Ahora
bien, todo bautizado está llamado a ser otro Juan Bautista, porque todo
bautizado participa del don de profecía, don por el cual anuncia al mundo que
Jesucristo es el Cordero de Dios, el Kyrios,
el Señor, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que ha muerto en cruz y ha
resucitado, y prolonga su sacrificio en cruz en la Santa Misa y entrega su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, para que quien crea
en Jesús Eucaristía y se alimente del Verdadero Maná bajado del cielo, la
Eucaristía, tenga Vida eterna y viva para siempre. Todo cristiano está llamado
a dar la vida por Jesús, como lo hizo Juan el Bautista.
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