San Francisco Javier fue un misionero ejemplar,
que dio su vida por evangelizar, por llevar el mensaje de la salvación de
Jesucristo a todos los hombres. Literalmente, dio su vida por el Evangelio,
perdió su vida por Jesucristo, y por eso la ganó para el cielo, porque recibió
el cielo como recompensa: “El que de su vida por Mí y por el Evangelio, la
salvará (para la vida eterna)” (Mt 8,
35) y por esto es modelo y ejemplo evangelizador para la Iglesia de todos
los tiempos.
¿Qué era lo que veía San Francisco Javier, que no
veían el resto de las personas, y que era lo que lo llevaba a evangelizar?
Veía cómo esta vida terrena es nada más que “una
mala noche en una mala posada”, como decía Santa Teresa de Ávila; veía que esta
vida es fugaz, efímera, más fugaz y efímera que lo que nos podemos imaginar;
veía que el tiempo terreno de los hombres y de la humanidad toda se acortaba
aceleradamente y que luego comenzaba la vida eterna; veía que al final de esta
vida terrena, signada por el tiempo y el espacio, comenzaba la vida eterna y
que esa vida eterna consistía en la salvación en el cielo o en la condenación
en el infierno; veía que más allá de las situaciones particulares, de los
lugares concretos, de los eventos que se sucedían cotidianamente, había una
gran cantidad de almas que debían salvarse. Era esto lo que movía a San Francisco
Javier a evangelizar, a anunciar a los hombres que Cristo es el Salvador, solo
El y nadie más que El; veía que si Cristo no tomaba posesión de las almas, las
poseía el Espíritu del mal, el Príncipe de las tinieblas, Lucifer, y por eso no
dudaba en negarse a sí mismo para evangelizar. En el fondo, San Francisco
Javier había recibido la gracia de participar de la sed de Jesús en la Cruz,
sed expresada en la quinta palabra de Jesús en la Cruz, sed que era no tanto de
líquidos para beber, sino de almas para salvar. San Francisco Javier
experimentaba la sed de Jesús en la Cruz, sed por la salvación de las almas,
sed originada en el Fuego de Amor Divino que late en el Sagrado Corazón de
Jesús, sed por la cual Jesús dio su vida en la Cruz, la misma sed que participó
a su discípulo Francisco Javier y que lo llevó a dar su vida en el intento por
calmar la sed del Hombre-Dios Jesucristo.
Esta sed de almas, este ardor misionero y
evangelizador, se ve reflejado en una anécdota en tierra de misión: al ver la
apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar, San Francisco
dijo: "Si en esas islas hubiera minas de oro, los cristianos se
precipitarían allá. Pero no hay sino almas para salvar".
Era esto lo que San Francisco Javier veía –veía
lo que Jesús veía desde la Cruz-: almas para salvar. Mientras los cristianos
vemos oportunidades de ganancias y beneficios, de modo que si las hay, acudimos
presurosos allí, pero si no las hay, somos más que reticentes para acudir, San
Francisco Javier veía almas para salvar. Esta es la razón por la cual la misión es la esencia de la Iglesia y explica la
urgencia de la misión.
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