San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 22 de noviembre de 2013

Santa Cecilia, virgen y mártir, y la comunión eucarística


         Podemos decir que hay dos aspectos que sobresalen en la vida de esta santa, que son de mucho provecho espiritual: el hecho de que Santa Cecilia le “cantaba a Dios en su corazón” y el modo de su martirio, que nos indica algo muy especial.
Comencemos por el primer aspecto, el canto de Cecilia: según consta en las actas del martirio de Santa Cecilia, el día de su matrimonio, la santa le cantaba a Dios en su corazón, y esto le valió el ser considerada patrona de los músicos. Pero no necesitamos ser músicos para que Santa Cecilia sea nuestra celestial patrona e intercesora ante Dios, puesto que, aun sin saber ejecutar ningún instrumento, y aún sin ser ni siquiera diestros en el arte de la música, podemos imitar a la santa, cantando a Dios con el corazón. Hemos sido creados por Dios, para Dios y es esto lo que explica que, como dice San Agustín, nuestro corazón “no está tranquilo hasta que no reposa en Dios”. El canto de Santa Cecilia refleja precisamente este hecho, porque no se trata de un mero canto, interpretado como un pasatiempo: el canto de Santa Cecilia, en su corazón, a Dios, surge de la alegría que experimenta el alma al haber encontrado a Aquel que es la causa de su gozo, Dios Uno y Trino. Santa Cecilia le canta a Dios y en su canto expresa el gozo, la alegría, el amor y la paz que experimenta el alma al haber encontrado a Dios, aunque en realidad es Dios quien se ha dejado encontrar por la santa. Santa Cecilia le canta a Dios en el tiempo, como anticipo del canto que habría de entonar por la eternidad en los cielos, y en esto es un ejemplo para nosotros: la Santa nos dice que no tenemos que esperar a morir para cantarle a Dios, sino que debemos hacerlo ya, desde ahora, en todo lo que nos resta de nuestra vida terrena, para continuar luego cantando de gozo y alegría, en éxtasis de amor continuo, por los siglos sin fin. Y una oportunidad que tenemos para expresar con el canto este gozo celestial, es el momento de la comunión eucarística, porque ahí poseemos en anticipo a Aquel a quien contemplaremos en la eternidad, el Cordero de Dios, Cristo Jesús, la causa de nuestro gozo y de nuestra alegría. Al comulgar, entonces, recordemos el ejemplo de Santa Cecilia, que cantaba a Dios en su corazón, y preparemos nuestro corazón con cánticos de amor, de adoración y de alabanzas, para el ingreso majestuoso de nuestro Dios, que viene a nosotros bajo apariencia de pan, y recibamos a la Eucaristía con el canto gozoso y en silencio del corazón.
El otro aspecto de la vida de Santa Cecilia que nos enriquece espiritualmente es, paradójicamente, el momento de su muerte, porque no es una muerte más, sino que se trata de una muerte martirial, y como todo mártir, sus palabras y sus hechos están inspirados, iluminados, guiados por el Espíritu Santo, de modo que las palabras y la muerte del mártir debemos tomarlas como provenientes de la Voluntad Divina. En este caso, no nos detendremos en sus palabras, sino en los hechos que rodearon su muerte martirial. Según las actas del martirio, Santa Cecilia murió decapitada, pero lo particular es que el verdugo –probablemente a un cálculo erróneo del golpe, o al estado defectuoso del arma que utilizó para decapitar a Santa Cecilia- debió dar tres golpes en el cuello de la santa; a pesar de esto, la cabeza de la Santa no se separó por completo del tronco, por lo cual estuvo tres días en agonía, antes de morir; finalmente, su mano derecha –según consta el relato del escultor que esculpió su imagen tal como fue encontrada siglos después, incorrupto- tenía doblados los dedos anular y meñique, y extendidos el pulgar, el índice y el medio, con lo cual quedaba de manifiesto que la santa había muerto con la intención de señalar el número “tres”. A su vez, con su mano izquierda, señalaba el número uno, pues tenía el dedo índice levantado. Es decir, al morir, en Santa Cecilia se repite el número tres: tres golpes, tres días de agonía, tres indicado con sus dedos, a lo que se suma el número "uno" señalado con el dedo índice de su mano izquierda: con esto, la santa nos indica que da su vida, gozosa, por Dios Uno y Trino, el único Dios verdadero. Y también aquí nos sirve el ejemplo de Santa Cecilia, para crecer en nuestro amor a Dios Trino, porque si bien la santa dio su vida por Dios Trino -y esa es la razón de su eterna felicidad, porque ahora ella está feliz en los cielos-, sin embargo, al momento de su muerte, ella no recibió corporalmente aquello que era la causa de su felicidad, el don máximo de la Trinidad, la Eucaristía; nosotros, en cambio, debemos considerarnos mucho más afortunados que la santa, porque sin que se nos urja a morir, recibimos la obra más grande y maravillosa de Dios Uno y Trino, la Santa Eucaristía –Dios Padre nos dona a su Hijo Dios para que Él a su vez nos done a Dios Espíritu Santo-, y esto como un anticipo de lo que será la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Trinidad en los cielos.

Entonces, al comulgar, recordemos a Santa Cecilia y demos gracias a Dios por su martirio.     

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