La Divina
Piedad ha establecido que la Iglesia celebre un día en el que, de modo
especial, se eleven oraciones a lo largo y ancho del mundo, para pedir por
quienes, habiendo muerto en la gracia de Dios, deben sin embargo pagar sus
penas para poder pasar al Reino de la eterna felicidad, la Casa del Padre. Es doctrina
de la Iglesia Católica que, inmediatamente después de morir, el alma va ante la
Presencia de Dios, a recibir su Juicio Particular. Una vez delante de Dios,
toda la vida de la persona pasa delante de sus ojos y ve, con suma claridad, a
la luz de Dios, sus actos buenos y malos, y ve sobre todo el momento de la
muerte, en qué estado estaba su corazón en el momento de morir. El alma sabe si
al momento de morir su corazón estaba en estado de gracia plena, o si estaba en
gracia pero con pecados veniales, o si estaba en pecado mortal. De acuerdo a lo
que ve en sí misma, a la luz de Dios, sabe cuál es su destino eterno, y ella
misma lo pide ante la Divina Justicia: el alma sabe que si estaba en estado de
gracia plena, le corresponde ir al cielo, para estar delante de Dios, que es la
Gracia Increada, porque “lo semejante atrae a lo semejante”, y en este caso el
alma ve que, por el estado de gracia que hay en ella, posee en sí misma la
participación al Amor, la Luz, la Gracia, la Alegría infinita de Dios Uno y
Trino y atraída por Dios Trinidad, pide ser introducida en el seno de Dios Trino,
esto es, el cielo, por toda la eternidad. Esta clase de almas, llamadas “beatas”
o “felices”, no necesitan estrictamente oraciones, porque están ya plenamente
salvadas, así que no son las destinatarias de las oraciones de la Iglesia en
este día. Por el contrario, a estas almas se les reza como a santos, pidiendo
por su intercesión para obtener gracias para los que aún vivimos en esta tierra
y en este mundo.
De otro modo sucede para quien, por libre y soberana
decisión, eligió morir en estado de pecado mortal: al contemplar, también a la
luz de Dios, por un lado, la inmensidad del Amor Divino que es Dios en sí
mismo, y al contemplar la enormidad y negrura del pecado mortal con el que
murió en su corazón, el alma se da cuenta que, en ese estado, es imposible
permanecer delante de Dios, porque nada tienen que ver la Bondad y santidad
infinitas que es Dios en sí mismo, con el Pecado y su malicia, y por lo tanto,
el alma sola pide, ante la Justicia Divina, ser excluida para siempre de la
amorosa Presencia de Dios, recibiendo lo que libremente eligió al morir con el
pecado mortal, es decir, el infierno, la eterna condenación, en donde no hay
redención y en donde el pecado permanece para siempre con aquel que lo eligió
en vida como su fiel compañero. Tampoco son destinatarias de la oración de la
Iglesia esta clase de almas, porque ya no hay redención posible y porque si
Dios les llegara a conceder la gracia de la conversión, la rechazarían con
aversión, porque ya es imposible para estas almas desear otra cosa que no sea
el pecado, el apartamiento de Dios y la eterna condenación.
Las que sí son destinatarias de la oración de la
Iglesia son en cambio las almas que, habiendo muerto en gracia de Dios, deben
sin embargo purgar sus penas, porque no lo hicieron en esta vida, o no lo
hicieron de modo suficiente, a través de mortificaciones, ayunos, penitencias,
obras de caridad, oración. El alma se contempla a sí misma en gracia, pero con
la necesidad de purificarse en el Amor, por lo cual no pide ni el cielo, adonde
todavía no puede ir, porque es muy imperfecta en el Amor, ni tampoco el
infierno, adonde no le corresponde ir, porque no está en estado de pecado
mortal; pide en cambio ser conducida, cuanto antes, al Purgatorio, para
purificarse del todo por medio de las llamas del Divino Amor y así empezar a
gozar de una vez y para siempre de ese Amor, del cual está separada por sus
imperfecciones. Este tercer grupo de almas, las de los Fieles Difuntos que
murieron en gracia pero necesitan ser purificadas por el Amor de Dios en el
Purgatorio, es el destinatario, propiamente hablando, de las oraciones de la
Iglesia en el Día de los Fieles Difuntos.
La Iglesia, por medio de la Comunión de los Santos,
puede dar alivio a estas almas que, por sí mismas, no pueden hacer nada, puesto
que ya no pueden hacer obras buenas meritorias para salir del Purgatorio, pero
sí lo pueden hacer, por ellas, implorando al Divino Amor, los miembros de la
Iglesia Militante, es decir, aquellos que nos encontramos en estado de “viadores”,
es decir, de “paso” en esta vida.
¿Cómo ganar indulgencias para estas Benditas Almas del
Purgatorio? Visitando piadosamente una Iglesia u oratorio el Día de los Fieles
Difuntos y rezando un Padrenuestro y un Credo, aunque también se puede hacer
esta visita, con el consentimiento del Ordinario, el domingo anterior o
posterior, o en la Solemnidad de Todos los Santos. La otra forma es, desde el 1
al 8 de noviembre, visitar piadosamente un cementerio (aunque sea mentalmente)
y rezar pidiendo por los difuntos.
Para ganar una indulgencia plenaria, además de querer
evitar cualquier pecado mortal o venial, hace falta cumplir tres condiciones: Confesión
sacramental; Comunión Eucarística; Oración por las intenciones del Papa.
Rezar por los Fieles Difuntos es una preciosísima obra
de caridad, encomendada encarecidamente por el Amor Divino; es una muestra de
amor sobrenatural el rezar por quien ha fallecido y necesita del alivio del
ardor de las llamas del Purgatorio (recordemos que la intensidad del dolor es
similar a la del Infierno, pero con la esencial diferencia de que en el Purgatorio
el sufrimiento es gozoso, por así decirlo, porque se tiene pleno conocimiento
de que finalizará algún día, y ese día será el inicio de la Eterna
Bienaventuranza).
Quienes oren por las Benditas Almas del Purgatorio, a
la par de acortar el tiempo de purificación de los Fieles Difuntos, acortan al
mismo tiempo su propio Purgatorio, porque la obra de misericordia consiste en que, con nuestras oraciones y buenas obras, les alcanzamos la Sangre de Jesucristo, que de esa manera apaga las llamas ardientes del Purgatorio y les concede alivio, lo cual será aplicado también para nosotros, en caso de necesitarlo, desde el día de nuestra muerte, es decir, si vamos al Purgatorio.
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