San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 26 de enero de 2012

San Pablo y la conversión




Antes de recibir la gracia de la conversión, San Pablo era un hombre religioso, pero con la práctica de su religión desmentía, en los hechos, a Aquel en quien decía creer, es decir, Dios. San Pablo era escrupuloso en el cumplimiento de la ley, conocedor de las Sagradas Escrituras, pero al mismo tiempo era intolerante y violento, al punto que “respiraba amenazas de muerte” contra la Iglesia de Jesucristo. Aún más, cuando Ananías lo recibe, en la oración que le dirige a Dios, le dice que tiene a alguien que “ha hecho mucho daño” a la Iglesia, y que tiene “cartas” que lo autorizan a “encarcelar a los cristianos” (Hch 9, 1-19). En su respuesta, Dios le dice que Saulo es el instrumento que Él ha elegido.
Todas estas características suyas –violencia, intolerancia-, se ven en su asistencia al asesinato del diácono San Esteban (cfr. Hch 8, 1-4). Incluso, podemos decir, que si bien no llegó a ser un asesino, fue un cómplice de asesinato, porque asentía todo lo que le hacían a San Esteban.
         Esto nos lleva a ver qué es el hombre sin Dios, sin su gracia, aún cuando se diga ser religioso, y qué es el hombre con Dios, con su gracia. Sin la gracia de Dios, San Pablo va a caballo, galopando, símbolo de su orgullo; lleva una dirección que no es la que Dios quiere; está en la oscuridad, porque no ve ni conoce a Jesús. Luego de la conversión, luego de recibir la luz de la gracia, conoce y ama a Jesús, y ahí comienza su conversión: se cae del caballo, es decir, se cae de su soberbia, y comienza a vivir en la humildad; se dirige no ya en busca de prójimos a los que culpar y asesinar, sino que camina por el camino de la Voluntad de Dios, por el camino que Dios le indica; ya no vive en la oscuridad, porque ha recibido interiormente la luz de la gracia, que le ha hecho conocer y amar a Cristo y por lo tanto, conocer y amar a su prójimo, imagen de Cristo. De ahora en adelante, ya no será soberbio, sino humilde; ya no buscará acusar a su prójimo y suprimirlo, sino amarlo en Cristo; ya no vive en la oscuridad y en la ignorancia, consecuencias del pecado, sino en la luz y en verdad, consecuencias de un corazón que está en gracia.
         Todos estamos llamados, como San Pablo, a convertir nuestro corazón, a despegarlo de las cosas bajas de la tierra, de las pasiones, de los odios, de los rencores, de las maledicencias, de los prejuicios, que llevan a condenar al prójimo; la conversión consiste en abatir el propio orgullo, que impide tanto perdonar como pedir perdón.
En esto consiste el comienzo de la felicidad en esta tierra y en la eternidad: que en nuestro corazón esté impreso el rostro de Jesús: su rostro de adulto, sangriento, su rostro agonizando en la Cruz. Quien lleva impreso en su corazón el rostro de Jesús, ha iniciado ya el camino de conversión, y debe, como San Pablo, caminar en humildad y no en soberbia, y predicar la verdad del amor de Dios y no el propio egoísmo, con las obras de misericordia corporales y espirituales.
Por el contrario, quien no quiere convertirse, se comporta como San Pablo antes de la conversión: es orgulloso, soberbio, maldiciente, mezquino, prejuicioso, pronto a la cólera y a la ira, a la mentira y a la falsedad, y aunque rece y diga amar a Dios, al condenar, aunque sea de palabra, a su prójimo, imagen viviente de Dios, demuestra que en realidad no ama a Dios.

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