El episodio del evangelio se entiende si se tiene en cuenta que en la piscina de Siloé, en tiempos de Jesús, se obraban milagros de curación corporal, a través del agua, en lo que sería algo equivalente a las aguas curativas y milagrosas de Lourdes.
Pero, a diferencia de Lourdes, las curaciones no se producían en cualquier momento, sino cuando, de tanto en tanto, bajaba un ángel y agitaba las aguas, en señal de que daba a estas un poder curativo. Quien se sumergía en el agua en ese momento, alcanzaba la curación. El paralítico se queja ante Jesús porque no tiene nadie quien lo lleve hasta la piscina y por eso, hasta que él llega, ya otros se han adelantado y se han sumergido, recibiendo la curación y postergando una y otra vez al paralítico.
Del episodio se destacan, además del egoísmo de los demás, que no atinan a ayudar al paralítico, la malicia de los fariseos, que critican a Jesús porque hace estas curaciones “en sábado”, es decir, cometiendo una infracción legal, en vez de alegrarse por la curación en sí misma, y por la salud restablecida del paralítico.
Como sea, el hecho central, que inicia el párrafo del evangelio, es el poder curativo milagroso otorgado a las aguas de la piscina de Siloé, lo cual no deja de provocar asombro.
Pero si nos asombran los milagros obrados en este lugar, más deben asombrarnos el prodigio que se produce en el altar eucarístico: si en la piscina un ángel, enviado por Dios, descendía para agitar las aguas y concederles poder curativo, de modo que el que se sumergía en ellas obtenía salud y vida, en
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