San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

domingo, 3 de octubre de 2010

San Francisco y los estigmas


San Francisco es el primer santo en la Iglesia Católica en recibir los estigmas de Cristo. Según la historia franciscana, recibió los estigmas de Cristo luego de un período de ayuno en honor de San Miguel Arcángel, entre los días 15 de agosto (día de la Asunción) y el 29 de septiembre. A mitad de septiembre, luego de una visión en la que se le apareció Cristo crucificado, en forma de serafín –Cristo estaba crucificado y tenía alas-, recibió en su cuerpo los signos de la Pasión, las heridas de las manos, de los pies, y del costado traspasado, todos los cuales permanecieron visibles y sangrantes hasta el día de su muerte.

¿Cómo podemos apreciar los estigmas? ¿De qué manera dimensionarlos en su valor y en su sentido sobrenatural?

Imaginemos un esposo, o un padre de familia, o un amigo, ante quienes se les presenta una situación sumamente peligrosa, en la cual deben arriesgarse para salvar, el esposo, a su esposa, el padre, a su hijo, el amigo, a su amigo, de una muerte segura; imaginemos que, en el intento –victorioso-, los que se arriesgan, sufren heridas en sus cuerpos: cortes, lastimaduras, golpes, torceduras. Bien podría decirse que esos cortes, lastimaduras, golpes, torceduras, son la muestra visible del amor que tienen por sus seres amados, porque fue por amor que se decidieron a sufrir heridas y golpes, para rescatar de un peligro inminente a los seres que amaban. Con toda justicia, el esposo, el padre, el amigo en cuestión, bien podrían exhibir, con sano orgullo, sus heridas, a cuyo precio salvaron de un grave peligro a quienes amaban.

Teniendo esto en mente, consideremos ahora las llagas de Jesucristo, porque las llagas recibidas místicamente por San Francisco, son las llagas de Cristo, y para considerarlas, citemos al profeta Isaías, vidente de la Pasión, que nos dice, contemplando a Cristo camino del Calvario: “Por sus llagas hemos sido curados, sus cardenales nos han salvado” (cfr. 53, 3-5).

Jesucristo es el Esposo, el Padre, el Amigo, que da su vida en la cruz por la humanidad entera; Él sufre en la Pasión infinidad de heridas, de cortes, de golpes, de lastimaduras, de rasguños, de contusiones, de laceraciones, de trompadas, patadas, escupitajos, cachetazos, y así, todo cubierto de heridas, es presentado en la cruz al Padre, para que el Padre, viendo sus heridas sangrantes, tenga misericordia de nosotros, nos perdone, y nos done su Espíritu de Amor.

Las heridas de Jesucristo, todas y cada una de ellas, las múltiples heridas punzantes de la cabeza, producidas por las espinas de la corona de espinas; el hematoma de su ojo, hinchado y cerrado por un puñetazo; la herida cortante de su mejilla, producida por el cachetazo del sirviente del sumo sacerdote, que tenía un anillo en su mano cuando le dio el cachetazo en el interrogatorio ante el Sanhedrín; las heridas perforantes de las manos y de los pies, producidas por los clavos de hierro; su espalda lacerada y abierta en su piel por la flagelación; los hematomas, producto de los puñetazos, de las patadas, de los bastonazos; la herida lacerante y abierta del costado traspasado por la lanza; la herida abierta de su Corazón, por donde salió Sangre y Agua; todas, y cada una de las heridas de Jesucristo, son una muestra del amor de Jesús por todos y cada uno de nosotros, de modo tal que Jesucristo nos dice: “Mira mis heridas, contémplame todo cubierto de heridas y de sangre; contémplame cubierto de llagas sangrantes, desde la cabeza hasta los pies; contempla mis heridas abiertas, y enrojecidas por la sangre que mana de ellas; contempla mis golpes y mis hematomas, y dime: ¿qué más puedo hacer por tu amor? ¿Qué más puedo hacer para que te convenzas de que te amo, y de que debes entregarte a Mí sin reservas, sin condiciones, sin límites, como Yo me entregué por ti? ¿Qué otra cosa puedo hacer por ti, que no lo haya hecho ya, para que te decidas a dejar el mundo, a abrazar la cruz, a seguirme, camino del Calvario, a nuestro encuentro definitivo, el día de tu muerte, en el que te esperaré para introducirte en la eternidad? Mira mis llagas, por ellas fuiste curado, por ellas fuiste sanado, por ellas recibiste la vida eterna. No peques más, apártate del mundo y de la carne, y de las obras del espíritu del mal; decídete a vivir la vida de la gracia, el camino de la cruz, el camino de la luz, que te conduce al seno de Mi Padre”.

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