San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 27 de agosto de 2024

Santa Mónica

 



         Vida de santidad[1].

         Nació en Tagaste (África) el año 331, de familia cristiana. Muy joven, fue dada en matrimonio a un hombre llamado Patricio, un pagano de temperamento violento y de vida disipada. A pesar del carácter violento de su esposo, Santa Mónica obró con sabiduría cristiana para lograr la paz del hogar y con sus oraciones y sacrificios, obtuvo la gracia de la conversión de su esposo al cristianismo y fue así que Patricio murió cristianamente en el año 371, un año después de ser bautizado. Tuvo con Patricio tres hijos, Agustín, Navigio y una hija mujer cuyo nombre se desconoce. De los tres hijos, el que más trabajo le dio para su educación fue Agustín, ya que antes de su conversión, era de carácter caprichoso, egoísta e indolente, aunque lo peor de todo para Mónica, que era profundamente cristiana, era ver cómo su hijo se dejaba arrastrar por la herejía maniquea, la cual niega la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, al considerarlo solo una creatura más y no Dios Hijo encarnado.

Durante todo el tiempo en el que Agustín estuvo en la secta, Santa Mónica no dejaba de rezar continuamente por su conversión, además de hacer ayunos y sacrificios y de derramar abundantes lágrimas al ver que su hijo permanecía en la oscuridad de la secta maniquea. Santa Mónica acudió a un obispo para pedirle consejo y éste le dijo una frase que le daría un gran consuelo y que, al fin de cuentas, sería profética: “Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. A la edad de veintinueve años, Agustín decidió ir a Roma a enseñar retórica y como Santa Mónica quería acompañarlo para estar cerca de su hijo y seguir rezando por él, Agustín, que no quería que la acompañara, acudió a la mentira -todavía no estaba convertido y por eso, acudir al Padre de la mentira, el Demonio, era habitual en él- para lograr que su madre no lo siguiera, simulando que simplemente iba a despedir a un amigo y fue así que dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó hacia Roma sin ella. Más tarde, escribió en las “Confesiones”: “Me atreví a engañarla, precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí”. A pesar de todo, Santa Mónica se embarcó y llegó a Roma, pero Agustín había partido ya para Milán, la ciudad en donde el futuro Doctor de la Iglesia conoció a San Ambrosio y en donde también recibió la gracia de la conversión al catolicismo, abandonando definitivamente la secta maniquea, lo cual tuvo lugar en agosto del año 387.

Una vez convertido al catolicismo y ya en compañía de Santa Mónica, madre e hijo decidieron regresar a África, pero al llegar al puerto de Ostia, Santa Mónica enfermó gravemente, dándose cuenta la santa que sus días en la tierra estaban llegando a su fin, aunque eso era algo que solo ella sabía. San Agustín describe así en su libro “Confesiones”, uno de los últimos momentos de la vida terrena de Mónica: “Sucedió que ella y yo nos encontramos solos, apoyados en la ventana, que daba hacia el jardín interno de la casa en donde nos hospedábamos, en Ostia. Hablábamos entre nosotros, con infinita dulzura, olvidando el pasado y lanzándonos hacia el futuro, y buscábamos juntos, en presencia de la verdad, cuál sería la eterna vida de los santos, vida que ni ojo vio ni oído oyó, y que nunca penetró en el corazón del hombre”. Sabiendo que estaba ya por morir, Santa Mónica le dijo a San Agustín: “Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio”. Según lo que le manifiesta a San Agustín, lo único que quiso Santa Mónica, en sus últimos treinta años de vida, era la conversión de su hijo Agustín y una vez que el Señor se la concedió, la santa solo deseaba la vida eterna, en el Reino de los cielos, ya que aquí en la tierra no encontraba ninguna razón de seguir viviendo. El último para sus dos hijos fue que no se olvidaran de rezar por el descanso de su alma. San Agustín recuerda que su madre quería ser sepultada junto a su esposo, pero cuando alguien le dijo que podría ser sepultada lejos de él, respondió: “No hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios no encuentre mi cuerpo para resucitarlo”. Cinco días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Era el año 387.  

         Mensaje de santidad.

         El mensaje de santidad de Santa Mónica lo obtenemos por San Agustín, ya que él es la principal fuente sobre la vida de Santa Mónica, al escribir sobre la santa de manera especial en sus Confesiones, libro IX, en donde escribe así de su madre: “Ella me engendró sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad”. Esa frase de San Agustín describe el corazón en gracia de Santa Mónica: no deseaba para sus hijos éxitos terrenos, títulos, honores mundanos, reconocimientos de los hombres; solo deseaba aquello que es más importante y es la conversión del corazón a Nuestro Señor Jesucristo, porque esto asegura la vida eterna. Santa Mónica es ejemplo de esposa y de madre, porque con sus oraciones, ayunos y sacrificios, ofrecidos sin cesar durante treinta años, obtuvo la conversión de su esposo y la de sus hijos, entre ellos, San Agustín. Entonces, al recordarla en su día, le pidamos a Santa Mónica que interceda por nosotros para que, al igual que ella, solo deseemos llegar a la vida eterna en el Reino de los cielos, para adorar por toda la eternidad al Cordero de Dios, Jesucristo y que también sepamos rezar, ayunar y ofrecer sacrificios por la conversión de nuestros seres queridos y la de todo prójimo, para que todos adoremos por siempre al Hombre-Dios Jesucristo en el Reino celestial.

 



[1] Cfr. https://www.corazones.org/santos/monica.htm ; Butler, Vidas de los Santos; Sálesman, Eliecer, Vidas de Santos. 


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