San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 16 de octubre de 2019

San Ignacio de Antioquía



         Vida de santidad[1].
Dicen que fue un discípulo de San Juan Evangelista. Por 40 años estuvo como obispo ejemplar de Antioquía que, después de Roma, era la ciudad más importante para los cristianos, porque tenía el mayor número de creyentes. Algunos escritores antiguos decían que Ignacio fue aquel niño que Jesús colocó en medio de los apóstoles para decirles: “Quien no se haga como un niño no puede entrar en el reino de los cielos” (Mc 9, 36).
         Mensaje de santidad.
         Su mensaje de santidad está en su deseo de dar la vida por Jesús, deseo expresado ante todo en dos momentos: ante el emperador Trajano, y ante los fieles que querían interceder ante las autoridades para que no fuera martirizado. San Ignacio fue apresado porque el emperador mandó que apresaran a todos los que no adoraran a los falsos dioses de los paganos. Como Ignacio se negó a adorar esos ídolos, fue llevado preso y entre el perseguidor y el santo se produjo el siguiente diálogo.
“¿Por qué te niegas a adorar a mis dioses, hombre malvado?”.
“No me llames malvado. Más bien llámame Teóforo, que significa el que lleva a Dios dentro de sí”.
“¿Y por qué no aceptas a mis dioses?”.
“Porque ellos no son dioses. No hay sino un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra. Y a su único Hijo Jesucristo, es a quien sirvo yo”.
El emperador le pregunta la razón del porqué San Ignacio se niega a adorar a los dioses romanos, paganos y San Ignacio le responde con una declaración de fe acercad de Jesucristo como Único Salvador y Dios: “No hay sino un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra. Y a su único Hijo Jesucristo, es a quien sirvo yo”.
La respuesta enfurece al emperador, quien ordena que Ignacio sea llevado a Roma y echado a las fieras, para diversión del pueblo.
Con los que se adelantaron a ir a la capital antes que él, envió una carta a los cristianos de Roma diciéndoles: “Por favor: no le vayan a pedir a Dios que las fieras no me hagan nada. Esto no sería para mí un bien sino un mal. Yo quiero ser devorado, molido como trigo, por los dientes de las fieras para así demostrarle a Cristo Jesús el gran amor que le tengo. Y si cuando yo llegue allá me lleno de miedo, no me vayan a hacer caso si digo que ya no quiero morir. Que vengan sobre mí, fuego, cruz, cuchilladas, fracturas, mordiscos, desgarrones, y que mi cuerpo sea hecho pedazos con tal de poder demostrarle mi amor al Señor Jesús”. Cuando unos fieles suyos se ofrecen para interceder para que no lo martiricen, San Ignacio les ruega que desistan, porque él lo que quiere es ser martirizado, para así dar testimonio de Jesús: quiere ser “devorado, molido como trigo, por los dientes de las fieras” y así demostrarle a Jesús el gran amor que le tiene. Y si ya estando en el martirio él les suplicase que detengan el martirio, les pide que no le hagan caso y que continúen con el mismo, para que su testimonio de Cristo sea completo. Quiere que su cuerpo triturado por las fieras sirva de testimonio de su amor a Jesús.
Al llegar a Roma, como al día siguiente era el último y el más concurrido día de las fiestas populares y el pueblo quería ver muchos martirizados en el circo, especialmente que fueran personajes importantes, fue llevado sin más al circo para echarlo a las fieras. Era el año 107.
Ante el inmenso gentío fue presentado en el anfiteatro. Él oró a Dios y en seguida fueron soltados dos leones hambrientos y feroces que lo destrozaron y devoraron, entre el aplauso de aquella multitud ignorante y cruel. Así consiguió Ignacio lo que tanto deseaba: ser martirizado por proclamar su amor a Jesucristo. En nuestros días, en los que la divinidad y el carácter mesiánico y salvador de Jesucristo son dejados de lado, para aceptar falsos dioses en lugar de Él, el testimonio martirial de San Ignacio de Antioquía en favor de Cristo como Dios y como Mesías es más actual que nunca.

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