San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 7 de octubre de 2017

Memoria de los Santos Ángeles Custodios


Los Santos Ángeles Custodios, creados para alegrarse en la contemplación de la gloria de Dios Uno y Trino y su Mesías, el Cordero, han recibido también una misión en favor de los hombres, de modo que con su presencia invisible, pero solícita, los asistan y acompañen[1].
Ángel es una palabra griega que significa mensajero (la misma que está en la raíz de la palabra “eu-angelio”, es decir, “mensaje bueno, propicio”).
El hombre se relaciona con los ángeles por su componente espiritual, el alma, y es así que en las Escrituras se lo asocia más a los ángeles que a los animales, con los cuales comparte la naturaleza corpórea. Esto se puede constatar, por ejemplo, en las distintas traducciones del salmo 8: “[al hombre] lo has hecho poco inferior a los ángeles” (traducción litúrgica); otros dicen: “Apenas inferior a un dios le hiciste” (Biblia de Jerusalén); o también: “lo has hecho poco inferior a Dios” (New American Standard Bible, en inglés el original).
Lo importante de esto es que, en el salmo, escrito por inspiración divina, habla de la excelsitud de un ser humano que a pesar de estar en la tierra sólo puede medirse auténticamente en las realidades divinas –Dios, los ángeles-; es decir, en vez de comparar al hombre con monos o moscas de la fruta, el salmo lo parangona con seres divinos y esto habla ya por sí mismo del amor con el que Dios ha creado al hombre.
Esta posición privilegiada del hombre, que lo acerca a los ángeles e incluso a Dios mismo, ya que lo muestra como hecho “a su imagen y semejanza”, se observa con claridad en el esquema de la Biblia hebrea: Dios está directamente en contacto con el hombre, lo salva, lo “amasa” para crearlo, le infunde su soplo de vida, se enfada con el hombre, se lamenta, se airía, camina a su lado, pero no compite con su poder (“Yo soy Dios, no un hombre”), no puede medirse el poder del hombre con el de Dios ni el de Dios con el del hombre. Deberíamos poder afirmar que para la Biblia Dios es en el hombre, a la vez que su destino trascendente, el origen de su más profunda raíz interior, puesto que es el Creador del acto del ser del hombre, lo cual se manifiesta en la expresión de San Agustín: Dios es “más interior que lo más íntimo mío, superor a lo más alto mío”[2]. Esa doble afirmación forma parte de la “experiencia de Dios” del creyente, la expresa la Biblia con metáforas, como cuando Elías ve la “espalda” de Dios, o Jacob “lucha con ‘Alguien’” en la noche, o como cuando se ve el “rostro de Dios”. De Dios nunca vemos su ser sino un rostro, una manifestación. Aparece luego una nueva expresión, “Melek Yahveh”: el Ángel de Yahveh (el Mensajero de Yahveh), presente en los primeros libros de la Biblia, cuando en el contexto que exige que sea el propio Dios quien habla, el texto dirá que ha sido Melek Yahveh, como por ejemplo, en el relato del “sacrificio de Abraham” (Gn 22), vemos que quien se le dirige es Melek Yahveh, pero luego queda claro que el diálogo se produce con el propio Dios (“ya que no me has negado...”); lo mismo pasa con la revelación de la zarza ardiendo, y en muchos otros relatos. El “ángel” -para esos textos bíblicos- no es otro que el propio Dios, y no un ser separado y distinto; sin embargo no es indiferente que los textos hablen de Melek Yahveh, en vez de hablar directamente de Yahveh, ya que ese “ángel” cumple una función específica: paradójicamente, no la de revelar a Dios, sino la de velarlo, la de no exponerlo tanto. En el Misal Romano, en la Plegaria Eucarística I, se dice, en este mismo sentido, que “el Ángel de Dios” es el que lleva la ofrenda eucarística, esto es, la Hostia ya consagrada, hasta el trono de Dios, y este Ángel de Dios, no es otro que el mismo Dios, en la Persona del Espíritu Santo.
En el Nuevo Testamento, las cosas no cambian muy radicalmente: posiblemente una de las mejores definiciones bíblicas de “ángel”, una de las definiciones más utilizadas por la teología, esté precisamente en carta a los Hebreos, 1,14: “espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación”. Esta frase está dicha en el contexto de una polémica religiosa, contra aquellos que pretenden poner a los ángeles en un peldaño superior al hombre, y el versículo anterior dirá: “¿A qué ángel dijo [Dios] alguna vez: ‘Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies?’”. La carta a los Hebreos no quiere exaltar a los ángeles, sino por el contrario, volver a situarlos en la posición subordinada que tienen en los textos bíblicos del Antiguo Testamento. Cristo, como verdadero hombre, se dirige a hombres, y es a los hombres a quienes abrió las puertas del Santuario Divino (Heb 9,12).
Para la teología, los ángeles son espíritus puros, individuales, dotados de inteligencia y voluntad, creados por Dios para asistirlo y sobre todo para realizar misiones entre los hombres y para servir al santuario divino en la liturgia eterna (ver, por ejemplo, Apocalipsis). Puesto que toda nuestra experiencia, incluso la que penetra en las realidades espirituales, comienza con los sentidos, con lo corpóreo y físico que nos rodea, poco podemos decir de ellos que no esté en peligro de desvariar y fantasear sobre realidades que se nos escapan. En la cuestión de los ángeles, como en todas las realidades que por su propia definición trascienden nuestras posibilidades de conocimiento natural, lo mejor es siempre mantenernos en la confesión de fe sencilla y poética de la Biblia, sin pretender decir mucho más que lo que ella dice y atenernos también a lo que el Magisterio y la Tradición de la Iglesia nos dicen de ellos. Si no hacemos así, corremos el grave riesgo, como sucede en la actualidad, en el que la angeleología está gravemente contaminada por el gnosticismo acuariano de la Nueva Era, que nos presenta ángeles que no tienen a Jesucristo por Rey ni a la Virgen por Reina, ni nos conducen al camino de la salvación, que es Cristo.
No sabemos en realidad cómo existen y actúan los “ángeles custodios”, y si quisiéramos racionalizarlos teológicamente –es decir, reducirlos al nivel de nuestra razón-, terminaríamos en absurdos antropológicos; pero sí sabemos que Dios envía a sus ángeles para que nos acompañen en este mundo de soledad y dolor, como Rafael acompañó a Tobías. Igual que Rafael, los ángeles presentan a Dios las oraciones de los hombres, las introducen en el coro celestial. A la mirada materialista el hombre le parece “no más que un mono” –la nefasta teoría de Darwin, que afirma que el hombre proviene del mono, para contrarrestar, precisamente, la verdad bíblica de que el hombre ha sido creado por Dios-; sin embargo, Jesús nos advierte que cada hombre, incluso el más pequeño y desvalido, está ya mismo -no sólo cuando muera- ante el rostro de Dios, precisamente a través de su ángel: “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18,10). El hombre aparece así, ya como ciudadano de la tierra y por eso desvalido, pero a la vez ya habitante de los cielos, pero cada uno tan valioso y amado personalmente por Dios, que Dios envía a estos espíritus celestiales para que custodien a su creatura amada de manera tal que, protegiéndolo de todo peligro que amenace su vida eterna, lo conduzcan a la feliz unión con Él en el Reino de los cielos.
Con la relación a la historia de su culto, dice así Butler[3]: “Desde los primeros tiempos de la Iglesia, se tributó honor litúrgico a los ángeles. El oficio de la dedicación de la iglesia de san Miguel Arcángel, en la Vía Salaria, y el más antiguo de los sacramentarios romanos, llamado “Leonino”, aluden indirectamente en las oraciones al oficio de guardianes que desempeñan los ángeles. Desde la época de Alcuino (muerto el año 804), existe una misa votiva “ad suffragia angelorum postulanda”, y el mismo Alcuino habla dos veces en su correspondencia de los ángeles guardianes. La misa votiva de los Ángeles solía celebrarse el lunes, como lo prueba el Misal de Westminster, compuesto alrededor del año 1375. En España la tradición dice que también cada una de las ciudades tiene su ángel guardián particular. Así, por ejemplo, un oficio del año 1411 hace alusión al ángel guardián de Valencia. Fuera de España, Francisco de Estaing, obispo de Rodez, obtuvo del Papa León X una bula en la que dicho Pontífice aprobaba un oficio especial para la conmemoración de los Ángeles de la Guarda el l de marzo. También en Inglaterra estaba muy extendida la devoción a los ángeles. El Papa Paulo V autorizó una misa y un oficio especiales, a instancias de Fernando II de Austria, y concedió la celebración de la fiesta de los Santos Ángeles en todo el imperio. Clemente X la extendió como fiesta de obligación a toda la Iglesia de Occidente en 1670, y fijó como fecha de la celebración, el primer día feriado después de la fiesta de San Miguel, lo que luego derivó en el 2 de octubre como fecha fija.
Al recordarlos en su día, no dejemos de dar gracias a Dios por haber puesto a estos seres espirituales, llenos de su amor y de su gracia, para nuestra custodia en esta vida terrena, tan llena de tribulaciones, de peligros, de acechanzas del Enemigo de las almas, que dificultan nuestro peregrinar, por el desierto del mundo, hasta la Jerusalén celestial. Pero precisamente, nuestros Ángeles de la Guarda están para sostenernos en las tribulaciones, para defendernos de las seducciones y perversiones del Ángel caído y, sobre todo, para ayudarnos a perseverar en la gracia y a crecer, cada día más, en el Amor al Rey de los Ángeles, Cristo Jesús, y a la Virgen, Reina de los Ángeles. Que nuestros Ángeles de la Guarda y que el Ángel Custodio de Argentina nos libren de nuestros enemigos, los ángeles caídos, para que así seamos capaces, algún día, por la Misericordia Divina, de llegar al Reino de los cielos, para alabar, amar y adorar, nosotros junto con nuestros Ángeles, a Dios Uno y Trino y al Cordero, por los siglos sin fin.



[2] Conf. III, 11.
[3] Cfr. Herbert Thurston, SI, Vidas de los santos de A. Butler

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