San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 17 de octubre de 2017

San Ignacio de Antioquía


         Vida de santidad[1].

San Ignacio de Antioquía, discípulo del apóstol San Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio, en tiempo del emperador Trajano. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo.

         Mensaje de santidad.

         Debido al testimonio que ofrece de la vida eterna y de Jesucristo, con su vida y con sus cartas, es muy importante, para el católico de todos los tiempos, reflexionar sobre el contenido de sus palabras, dejadas en el Acta de martirio, como en sus cartas. Desde época muy remota, se ha creído que el interrogatorio al que fue sometido San Ignacio por Trajano fue el siguiente[2]:
Trajano: ¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?
Ignacio: Nadie llama a Teóforo espíritu malvado.
Trajano: ¿Quién es Teóforo?
Ignacio: El que lleva a Cristo dentro de sí.
Trajano: ¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?
Ignacio: Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos. Hay un sólo Dios que hizo el cielo, la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido.
Trajano: ¿Te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?
Ignacio: Sí, a Aquél que con su muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
Trajano: ¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?
Ignacio: Sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos.
En el interrogatorio, San Ignacio no se muestra desesperado por aferrarse a la vida terrena; no busca congraciarse con quien es su perseguidor, que tiene a su vez el poder de ordenar su muerte. Por el contrario, defiende, con toda dignidad y con toda valentía, el Santísimo Nombre de Jesús, de manera que se siente ofendido cuando le dicen “malvado”, porque él no se considera malvado, ya que porta a Cristo Dios con él, y por eso quiere ser llamado “Teóforo”, “el que lleva a Cristo dentro de sí”. Puesto que Cristo es Dios y Dios es Bondad y Amor infinitos, es una calumnia llamar “malvado” a quien lo lleva a Cristo en su corazón. Otro testimonio es contra la fe del emperador romano, ya que San Ignacio le llama a sus dioses “demonios”, tal como lo dice la Escritura: “Los dioses de los gentiles son demonios”: “llamas dioses a los que no son sino diablos”. Hay un solo Dios, Nuestro Señor Jesucristo, Creador de todas las cosas y en las cuales él desea “ser ardientemente admitido”. No desea el reino terreno del emperador Trajano, adorador de demonios, sino el Reino eterno del Cordero de Dios, Jesucristo. Trajano le pregunta si el Cristo al que se refiere es “el que fue crucificado bajo Poncio Pilato”, y San Ignacio dice que sí, que es El que “con su muerte crucificó al pecado y a su autor”, es decir, lo proclama triunfador en la cruz sobre el pecado, el demonio y la muerte.
Una vez finalizado el interrogatorio y la proclamación de fe en Jesucristo, Trajano mandó encadenar al obispo para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran las fieras en el circo romano. En ese momento, el santo exclamó: “Te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Ti, como tu apóstol Pablo”.
Rezó por la Iglesia, la encomendó con lágrimas a Dios, y con gusto sometió sus miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente los soldados para conducirlo a Roma. Según consta en las Actas martiriales, las numerosas paradas dieron al santo oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la costa de Asia Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban sus obispos y presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para recibir su bendición. Se designaron también delegaciones que lo escoltaron en el camino. En Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo condiscípulo San Policarpo; allí se reunieron también el obispo Onésimo, quien iba a la cabeza de una delegación de Éfeso, el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el obispo Polibio de Tralles. Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con san Ignacio, que éste pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde Esmirna, el santo escribió cuatro cartas. Como vemos, la Iglesia primitiva no rehuía ni del martirio, ni de los mártires, sino que los acompañaba hasta el martirio y se consideraban felices si lograban ser contados entre los que daban la vida por Jesucristo. Todo lo opuesto a una Iglesia esposada con el mundo, que desea complacer a todos, so pena de apostatar de Cristo.

Precisamente, refiriéndose a este amor de caridad recibido por parte de los cristianos, San Ignacio dice así en una de sus cartas: “Temo que vuestro amor me perjudique, a vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me será difícil llegar a Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos. Nunca tendré oportunidad como ésta para llegar a mi Señor... Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras el altar está preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias al Padre por Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio, del Oriente al Occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con Él...”. De forma admirable, San Ignacio les agradece el amor que le demuestran, pero les suplica que “se queden cruzados de brazos” con respecto a cualquier acción intencionada a rescatarlo; él no solo no quiere ser rescatado, sino que desea fervientemente ser ejecutado y morir, porque no muere por una causa vacía, sino que muere dando testimonio de Jesucristo, lo cual es una gracia que San Ignacio reconoce y agradece. Para el santo, la mayor muestra de amor que le pueden dar los cristianos, es dejar que él sea “derramado como una libación a Dios”, para morir a este mundo y “pasar de este mundo a la resurrección”, a la vida eterna con Él. No solo no se aferra a esta vida, sino que desea “salir” de ella, pero porque dando testimonio de Cristo, resucitará a la vida eterna.
Continúa luego: “Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa, no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame cristiano, sino para que lo sea efectivamente...”. Les pide que recen para que no solo lo diga, sino que lo desee realmente, para así poder ser llamado “cristiano”. De esto deducimos que, para San Ignacio –y también para toda la Iglesia- el nombre de “cristiano” o “católico”, implica un desapego de esta vida terrena y un deseo ardiente de la vida eterna, de la resurrección en Cristo. Si un cristiano o un católico se muestra apegado a esta vida y sus placeres, y no muestra deseos de la eternidad en Jesucristo, entonces debe meditar en lo que el nombre de cristiano o católico significa y para eso está la vida de San Ignacio de Antioquía.
Más adelante, dice así: “Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie...”. Les pide a los cristianos que no solo no intervengan para impedir su muerte, sino que “permitan que él sirva de alimento a las bestias feroces”, así él, que es “trigo de Cristo”, pueda ser ofrecido a Cristo “como pan sabroso”. Parecería lo inverso a lo que sucede en la comunión eucarística, en la que el alma parece comulgar a Jesucristo, Pan de Vida eterna, mientras que en la realidad, es el mártir el que, inhabitado por el Espíritu Santo, es consumido por Cristo, por así decirlo, ya que por la muerte martirial, se une a Él de modo orgánico e íntimo, por el Espíritu Santo. Entonces, todo lo opuesto a lo que el mundo de hoy nos dice con respecto al cuerpo y a la vida terrena: tanto el cuerpo como la vida terrena son para despreciar, si es que así se da testimonio del Hombre-Dios Jesucristo.
Se considera no un apóstol, sino un “reo condenado” y “un esclavo”, pero un esclavo que, por el sufrimiento de la muerte, llegará a ser libre en Cristo, porque “resucitará en Él”: “No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en Él resucitaré libre”.
Sabiendo que las bestias están prontas para destrozarlo, no solo no muestra congoja alguna, sino que muestra alegría al saber que será devorado por ellas, e incluso las incitará a atacarlo si las bestias no lo hacen por sí mismas, ya que San Ignacio desea que sean las bestias quienes le quiten aquello que le impide el gozo total y pleno, en la gloria del cielo, y es esta vida terrena: “Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de todo corazón que me devoren luego; aún más, las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme, yo las obligaré”.
San Ignacio sabe que esta muerte terrena “es lo que le conviene” y es la que lo hace ser verdaderamente “discípulo” de Cristo, porque si Cristo dio su vida al Padre en la cruz, él lo imita y participa de su Pasión, ofreciendo su vida a Cristo. De modo que el discípulo no teme a la muerte, en tanto y en cuanto esta muerte lo conduce a la vida eterna, a la resurrección: “Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo”.
No importa la crueldad de la muerte que tenga que sufrir, con tal que que así llegue a ver a Cristo: “Que venga contra mí fuego, cruz, cuchilladas, desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a gozar de mi Jesús”. El mundo nos enseña un apego desordenado a esta vida terrena, pero San Ignacio nos ayuda a medirla en su verdadera magnitud: un estadio intermedio antes de la vida eterna.
Si alguien pretende impedir su muerte martirial, estará siendo cómplice del Demonio y por eso les pide que “se pongan de su lado y del lado de Dios”: “El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi lado y del lado de Dios”.
El verdadero cristiano no puede amar el mundo y  nombrar a Jesucristo; el verdadero cristiano debe despreciar este mundo y la vida terrena y nada debe hacerlo cambiar de opinión, porque la verdadera vida es la vida eterna: “No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir”. Tiene ganas de morir, pero para vivir eternamente adorando al Cordero de Dios, Jesucristo. San Ignacio de Antioquía nos da ejemplo de cómo debemos ser los católicos de todo tiempo, incluidos nosotros, los que vivimos en este siglo XXI, materialista, hedonista y ateo.



[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20171017&id=12260&fd=0

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