San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 1 de noviembre de 2012

Solemnidad de Todos los Santos



         La Iglesia celebra y festeja a los habitantes del cielo, los santos, es decir, a aquellas personas que, por toda la eternidad, no solo no experimentarán nunca más el dolor ni la tristeza, ni tendrán los pesares ni las amarguras de esta vida, sino que vivirán para siempre, por los siglos de los siglos, sin fin, una alegría inimaginable, un gozo inagotable, una dicha imposible de ser concebida siquiera en su mínima expresión, por cualquier mortal.
         Los santos viven en un estado de éxtasis permanente de amor y de alegría, de dicha y de paz, y es tanta la alegría que experimentan, y tan grande el gozo, que apenas si pueden creer lo que están viviendo. Se cumple para ellos, en el cielo, lo que les sucedía a los discípulos al ver a Jesús resucitado: “No podían creer de la alegría”. Nada ni nadie les arrebatará la dicha, la alegría, el gozo, y las penurias de esta vida, y aún su misma condición de haber sido pecadores, les será sólo un ligero recuerdo, como dice San Agustín, puesto que toda la energía vital de sus almas, plenificadas por la gloria divina, estarán concentradas en disfrutar y gozar la más maravillosa y grandiosa hermosura que jamás pueda ser concebida, la Santísima Trinidad, y María Santísima. El alma humana fue creada para deleitarse en la belleza del Ser divino trinitario y en la Concepción Inmaculada de María Santísima, y este deleite lo experimentan los santos sin reservas, sin límites ni de espacio ni de tiempo, por los cielos infinitos, y por los siglos sin fin, para siempre.
La visión de la Santísima Trinidad y de María Santísima, que es lo que hace santo al santo, y lo que lo hace por lo tanto feliz o bienaventurado, hace que a cada instante –es solo un modo de decir, porque en el cielo no hay tiempo, por lo tanto, no hay instantes ni segundos ni nada parecido, solo eternidad-, experimenten gozos y alegrías imposibles de describir ni de imaginar; por cada segundo que pasa, se suceden para ellos explosiones interminables de infinito Amor divino; cada segundo que pasan en el cielo, se ve colmado de gritos de alegría e interminables éxtasis de felicidad; la visión beatífica del Ser trinitario y de María Santísima les lleva a danzas festivas, a cantos de alabanzas, de gloria, de honor, al Cordero que los redimió, los lavó con su Sangre, y los hizo participar de su misma alegría infinita, y si bien tienen, para su gozo y disfrute eterno, cientos de miles de millones de mundos celestiales, creados para ellos por la Trinidad, y si bien se suceden para ellos colores, música celestial y aromas exquisitos, y si a todo esto, que no es más que un empezar de un maravilloso mundo sin fin, se le agrega la visión de los hermosísimos ángeles de luz, los santos no quieren desperdiciar, ni por un segundo, la visión que los colma de gozo y de alegría inimaginable, el Ser Trinitario y la Virgen María.
¿Qué hicieron los santos, para merecer tanta alegría, tanta dicha, tanto Amor, tanta paz, tanto gozo?
Vivieron las Bienaventuranzas, y así fueron "pobres de espíritu", porque prefirieron la riqueza de la Eucaristía a las riquezas materiales; fueron mansos, porque imitaron la mansedumbre de los Sagrados Corazones de Jesús y de María; son bienaventurados porque, como signo de bendición divina, recibieron tribulaciones y por ellas lloraron, pero lo hicieron al pie de la Cruz, y jamás renegando del Salvador que se las enviaba; tuvieron "hambre y sed de justicia", porque no soportaban ver ultrajado el nombre de Dios; fueron misericordiosos, porque el prójimo más necesitado, material y espiritualmente, fue siempre su primera y más urgente ocupación;  fueron "puros de corazón", porque no solo rechazaron las impurezas de los apetitos carnales, sino que su deleite fue imitar la castidad de Jesús y de María; trabajaron por la paz, no como la da el mundo, sino la paz de Cristo, paz profunda del corazón, que asienta en un corazón contrito y humillado.
Pero además de vivir las Bienaventuranzas, fueron fieles a las palabras de Jesús: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz de cada día y me siga” (Mt 16, 24. Los santos abrazaron la Cruz, fueron fieles a la gracia santificante, prefirieron la muerte del Calvario antes que la vida mundana, y porque siguieron al Cordero camino de la Cruz, ahora lo adoran por los siglos sin fin en los cielos.

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