San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 6 de octubre de 2011

Por qué sufre el Corazón de Jesús



En una de sus apariciones, Jesús le hace saber a Santa Margarita la inmensidad de su amor por los hombres, y el dolor que le provocan las ingratitudes e indiferencias, principalmente a su Presencia en el Santísimo Sacramento, sobre todo de las almas consagradas: He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha reservado hasta agotarse y consumirse para mostrarles su amor. Tú, al menos, dame este consuelo: suplir cuanto puedas a su ingratitud (…) Mira este corazón mío, que a pesar de consumirse en amor abrasador por los hombres, no recibe de los cristianos otra cosa que sacrilegio, desprecio, indiferencia e ingratitud, aún en el mismo sacramento de mi amor. Pero lo que traspasa mi Corazón más desgarradoramente es que estos insultos los recibo de personas consagradas especialmente a mi servicio”.

¿Pero cuál es el motivo de su sufrimiento? El motivo por el cual Jesús sufre –no físicamente, sino moralmente, como un padre que ve que su hijo está por desbarrancarse en un abismo- es que Él es la santidad y el Amor en sí mismos, y ante su Presencia, no puede haber nada que no sea como Él.

Las pequeñas faltas de caridad, como el enojo, la impaciencia, y mucho más las faltas más serias, como la ira, se diferencian y resaltan ante la mansedumbre de su Corazón como el grito estridente en medio del silencio profundo.

Lo mismo sucede con cualquier otra falta, sobre todo las relacionadas con la castidad y pureza: cualquiera de estas faltas en este campo, aún las más pequeñas, aparecen ante Él, que es la santidad y la pureza en sí mismas, como la más inmunda de las cloacas y la más sucia de las pestilencias, que hace insoportable su permanencia ante Él por la pestilencia inaguantable de su olor.

Dice así Jesús: “Sabed que soy un Maestro santo, y enseño la santidad. Soy puro, y no puedo sufrir la más pequeña mancha. Por lo tanto, es preciso que andes en mi presencia con simplicidad de corazón en intención recta y pura. Pues no puedo sufrir el menor desvío, y te daré a conocer que si el exceso de mi amor me ha movido a ser tu Maestro para enseñarte y formarte en mi manera y según mis designios, no puedo soportar las almas tibias y cobardes, y que si soy manso para sufrir tus flaquezas, no seré menos severo y exacto en corregir tus infidelidades”.

Porque el Sagrado Corazón es infinitamente puro y santo, y llama a la pureza y a la santidad a los hombres, es que no puede soportar la visión de lo impuro y de lo que no sea santo.

Jesús sufre enormemente al ver que aquellos a quienes ha llamado a alimentarse con su purísimo Corazón, que late en la Eucaristía envuelto en las llamas del Amor divino, se deleitan en el barro de los placeres terrenos.

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