San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 13 de junio de 2024

San Antonio de Padua, presbítero y Doctor de la Iglesia

 


San Antonio de Padua, presbítero y Doctor de la Iglesia, en uno de sus sermones, habla acerca del “don de lenguas”[1]. Ahora bien, contrariamente a lo que se pueda pensar en primera instancia, cuando San Antonio habla de “don de lenguas”, no se refiere a hablar en un lenguaje incomprensible para los demás o para uno mismo; no se refiere a hablar en un idioma del cual uno nunca ha hablado y que por inspiración del Espíritu Santo ahora lo está hablando. San Antonio de Padua, cuando habla de “don de lenguas”, habla de otra cosa muy distinta, habla de las obras de misericordia, que deben acompañar a la prédica de la Palabra de Dios, de manera tal que para el santo la Palabra de Dios tiene fuerza cuando va acompañada de las obras de misericordia[2].

Dice así San Antonio de Padua: “El que está lleno del Espíritu Santo habla diversas lenguas. Estas diversas lenguas son los diversos testimonios que da de Cristo, como por ejemplo la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, que son las palabras con que hablamos cuando los demás pueden verlas reflejadas en nuestra conducta. La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras. Cesen, por favor, las palabras y sean las obras quienes hablen. Estamos repletos de palabras, pero vacíos de obras, y por esto el Señor nos maldice como maldijo aquella higuera en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo”. Entonces, para San Antonio, el que obra obras buenas -humildad, pobreza, paciencia, obediencia- son “palabras” dictadas por el Espíritu Santo, con las cuales el alma “habla” a los demás a través de su conducta, a través de su obrar; muchas veces, dice el santo, hablamos mucho, de Dios, del Evangelio, de la Iglesia, pero estamos vacíos de obras buenas y esto es causa de maldición divina, así como Jesús maldijo a la higuera, llena de hojas pero sin frutos. El cristiano que habla mucho pero no tiene obras es como esa higuera, frondosa pero sin frutos. Luego San Antonio cita a San Gregorio: “La norma del predicador -dice san Gregorio- es poner por obra lo que predica”. Y luego continúa: “En vano se esfuerza en propagar la doctrina cristiana el que la contradice con sus obras. Pero los apóstoles hablaban según les hacía expresarse el Espíritu Santo. ¡Dichoso el que habla según le hace expresarse el Espíritu Santo y no según su propio sentir! Porque hay algunos que hablan movidos por su propio espíritu, roban las palabras de los demás y las proponen como suyas, atribuyéndolas a sí mismos. De estos tales y de otros semejantes dice el Señor por boca de Jeremías: Aquí estoy yo contra los profetas que se roban mis palabras uno a otro. Aquí estoy yo contra los profetas -oráculo del Señor- que manejan la lengua para echar oráculos. Aquí estoy yo contra los profetas de sueños falsos -oráculo del Señor-, que los cuentan para extraviar a mi pueblo, con sus embustes y jactancias. Yo no los mandé ni los envié, por eso son inútiles a mi pueblo -oráculo del Señor”-. San Antonio hace una comparación entre los Apóstoles, que hablaban -es decir, hacían obras buenas, obras de misericordia- según les dictaba el Espíritu Santo, y muchos cristianos, entre los que debemos procurar no contarnos nosotros, que hablan -hacen obras- no según el Espíritu Santo, sino según su propia vanagloria, o peor aún, “roban las obras de los demás” y se las atribuyen a sí mismos; contra estos tales advierte el Señor por medio del profeta Jeremías, porque de Dios nadie se burla.

Por último, finaliza San Antonio de Padua animándonos a dejarnos guiar por el Espíritu Santo, para que hablemos -es decir, hagamos obras- según el querer de Dios y no según nuestro propio querer, para que actuemos movidos por su gracia y no por nuestra propia voluntad, para que el Espíritu Santo nos conceda el don de la contrición, del arrepentimiento perfecto de nuestros pecados, de manera tal que, hablando con las obras dictadas por el Espíritu Santo aquí en la tierra, seamos considerados dignos de contemplar a la Trinidad y al Cordero en los cielos por toda la eternidad. Dice así el santo: “Hablemos, pues, según nos haga expresarnos el Espíritu Santo, pidiéndole con humildad y devoción que infunda en nosotros su gracia, para que completemos el significado quincuagenario del día de Pentecostés, mediante el perfeccionamiento de nuestros cinco sentidos y la observancia de los diez mandamientos, y para que nos llenemos de la ráfaga de viento de la contrición, de manera que, encendidos e iluminados por los sagrados esplendores, podamos llegar a la contemplación del Dios Uno y Trino”.



[1] Cfr. De los Sermones de san Antonio de Padua, presbítero
(I, 226).


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