San Antonio de Padua, presbítero y Doctor de la Iglesia,
en uno de sus sermones, habla acerca del “don de lenguas”[1]. Ahora
bien, contrariamente a lo que se pueda pensar en primera instancia, cuando San
Antonio habla de “don de lenguas”, no se refiere a hablar en un lenguaje incomprensible
para los demás o para uno mismo; no se refiere a hablar en un idioma del cual
uno nunca ha hablado y que por inspiración del Espíritu Santo ahora lo está
hablando. San Antonio de Padua, cuando habla de “don de lenguas”, habla de otra
cosa muy distinta, habla de las obras de misericordia, que deben acompañar a la
prédica de la Palabra de Dios, de manera tal que para el santo la Palabra de
Dios tiene fuerza cuando va acompañada de las obras de misericordia[2].
Dice así San Antonio de Padua: “El
que está lleno del Espíritu Santo habla diversas lenguas. Estas diversas
lenguas son los diversos testimonios que da de Cristo, como por ejemplo la
humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, que son las palabras con
que hablamos cuando los demás pueden verlas reflejadas en nuestra conducta. La
palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras. Cesen, por favor, las
palabras y sean las obras quienes hablen. Estamos repletos de palabras, pero
vacíos de obras, y por esto el Señor nos maldice como maldijo aquella higuera
en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo”. Entonces, para San Antonio, el que
obra obras buenas -humildad, pobreza, paciencia, obediencia- son “palabras”
dictadas por el Espíritu Santo, con las cuales el alma “habla” a los demás a
través de su conducta, a través de su obrar; muchas veces, dice el santo,
hablamos mucho, de Dios, del Evangelio, de la Iglesia, pero estamos vacíos de
obras buenas y esto es causa de maldición divina, así como Jesús maldijo a la
higuera, llena de hojas pero sin frutos. El cristiano que habla mucho pero no
tiene obras es como esa higuera, frondosa pero sin frutos. Luego San Antonio
cita a San Gregorio: “La norma del predicador -dice san Gregorio- es poner por
obra lo que predica”. Y luego continúa: “En vano se esfuerza en propagar la
doctrina cristiana el que la contradice con sus obras. Pero los apóstoles
hablaban según les hacía expresarse el Espíritu Santo. ¡Dichoso el que habla
según le hace expresarse el Espíritu Santo y no según su propio sentir! Porque
hay algunos que hablan movidos por su propio espíritu, roban las palabras de
los demás y las proponen como suyas, atribuyéndolas a sí mismos. De estos tales
y de otros semejantes dice el Señor por boca de Jeremías: Aquí estoy yo contra
los profetas que se roban mis palabras uno a otro. Aquí estoy yo contra los
profetas -oráculo del Señor- que manejan la lengua para echar oráculos. Aquí
estoy yo contra los profetas de sueños falsos -oráculo del Señor-, que los
cuentan para extraviar a mi pueblo, con sus embustes y jactancias. Yo no los
mandé ni los envié, por eso son inútiles a mi pueblo -oráculo del Señor”-. San
Antonio hace una comparación entre los Apóstoles, que hablaban -es decir, hacían
obras buenas, obras de misericordia- según les dictaba el Espíritu Santo, y
muchos cristianos, entre los que debemos procurar no contarnos nosotros, que
hablan -hacen obras- no según el Espíritu Santo, sino según su propia
vanagloria, o peor aún, “roban las obras de los demás” y se las atribuyen a sí
mismos; contra estos tales advierte el Señor por medio del profeta Jeremías,
porque de Dios nadie se burla.
Por
último, finaliza San Antonio de Padua animándonos a dejarnos guiar por el
Espíritu Santo, para que hablemos -es decir, hagamos obras- según el querer de
Dios y no según nuestro propio querer, para que actuemos movidos por su gracia
y no por nuestra propia voluntad, para que el Espíritu Santo nos conceda el don
de la contrición, del arrepentimiento perfecto de nuestros pecados, de manera
tal que, hablando con las obras dictadas por el Espíritu Santo aquí en la
tierra, seamos considerados dignos de contemplar a la Trinidad y al Cordero en
los cielos por toda la eternidad. Dice así el santo: “Hablemos, pues, según nos
haga expresarnos el Espíritu Santo, pidiéndole con humildad y devoción que
infunda en nosotros su gracia, para que completemos el significado
quincuagenario del día de Pentecostés, mediante el perfeccionamiento de
nuestros cinco sentidos y la observancia de los diez mandamientos, y para que
nos llenemos de la ráfaga de viento de la contrición, de manera que, encendidos
e iluminados por los sagrados esplendores, podamos llegar a la contemplación
del Dios Uno y Trino”.
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