San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 2 de mayo de 2020

San Atanasio



San Atanasio (izquierda) y San Cirilo de Alejandría.

          Vida de santidad[1].

          Nació en Egipto, Alejandría, en el año 295. Estudió derecho y teología. Se caracterizó por luchar contra el hereje Arrio, clérigo de Alejandría, quien propagaba la herejía de que Cristo no era Dios por naturaleza. Para enfrentarlo se celebró el primero de los Concilios ecuménicos en Nicea. Atanasio, con doctrina recta y con gran valor sostuvo la verdad católica y refutó a los herejes. El concilió excomulgó a Arrio y condenó su doctrina arriana.
Pocos meses después de terminado el concilio Atanasio fue elegido patriarca de Alejandría, pero los arrianos no dejaron de perseguirlo hasta que lograron desterrarlo de la ciudad. La autoridad civil quiso obligar a San Atanasio a que recibiera a Arrio en la Iglesia, aun cuando éste se mantenía en la herejía, pero Atanasio se negó, por lo que fue desterrado a Tréveris. Permaneció en esa ciudad por dos años, regresando a Alejandría luego de la muerte de Constantino; de inmediato retomó la lucha contra los arrianos, sufriendo un segundo destierro, esta vez a Roma.
Regresó a Alejandría ocho años más tarde, pero sus enemigos enviaron un batallón para detenerlo; povidencialmente, Atanasio logró escapar y refugiarse en el desierto de Egipto, donde le dieron asilo durante seis años los anacoretas, hasta que pudo volver a reintegrarse a su sede episcopal; pero a los cuatros meses tuvo que huir de nuevo. Después de un cuarto retorno, se vio obligado, en el año 362, a huir por quinta vez. Finalmente, pasada esta última persecución, pudo vivir en paz en su sede. A lo largo de su vida, escribió numerosas obras, entre las que se destacan sus escritos sobre la Encarnación del Verbo. Falleció el 2 de mayo del año 373.

          Mensaje de santidad[2].

          En su sermón sobre la Encarnación del Verbo, además de defender la verdadera fe católica acerca de Jesús de Nazareth, San Atansio da un golpe mortal a las herejías de Arrio. Afirma así el santo: “El Verbo de Dios, incorpóreo, incorruptible e inmaterial, vino a nuestro mundo, aunque tampoco antes se hallaba lejos, pues nunca parte alguna del universo se hallaba vacía de él, sino que lo llenaba todo en todas partes, ya que está junto a su Padre”. San Atanasio afirma que Jesús de Nazareth es el Verbo de Dios “incorpóreo, incorruptible e inmaterial”, por cuanto es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, y que, aunque vino a este mundo, ya estaba en Él, debido a su omnipresencia, atributo característico de Dios.
          Luego da las razones de su encarnación: su benignidad, puesto que vio nuestra debilidad y corrupción y que por esto estábamos sujetos a la muerte y para que la muerte no arruinara la obra de su Padre, es que tomó un cuerpo y se hizo visible: “Pero él vino por su benignidad hacia nosotros, y en cuanto se nos hizo visible. Tuvo piedad de nuestra raza y de nuestra debilidad y, compadecido de nuestra corrupción, no soportó que la muerte nos dominase, para que no pereciese lo que había sido creado, con lo que hubiera resultado inútil la obra de su Padre al crear al hombre, y por esto tomó para si un cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan sólo hubiese pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo”.
          Continúa San Atanasio describiendo la Encarnación y sus razones, afirmando que construyó su templo en el seno de la Virgen -con lo cual descarta la intervención humana en su concepción-, tomando un cuerpo para ofrecerlo en sacrificio al Padre; al morir el Verbo, puesto que en Él estábamos representados todos los hombres, y al destruir con su muerte a la misma muerte, destruyó también nuestra muerte, haciéndonos incorruptibles como Él, llamándonos de la muerte a la vida de la resurrección: “En el seno de la Virgen, se construyó un templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había de darse a conocer y habitar; de este modo habiendo tomado un cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con ello, también hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja es consumida por el fuego”.
Afirma luego que para esto tomó un cuerpo mortal, para que este cuerpo, unido hipostáticamente -personalmente- al Verbo de Dios, fuera capaz de satisfacer la deuda contraída por la humanidad a causa del pecado; al habitar el Verbo en este cuerpo -el cuerpo de Jesús de Nazareth-, este cuerpo no sufriría la corrupción, porque el Verbo le comunicaría de su vida divina, viéndonos así todos los hombres, que estábamos sujetos a la muerte, libres de la corrupción de ésta, al comunicarnos el Verbo Encarnado de su misma vida divina: “Por esta razón, asumió un cuerpo mortal: para que este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo, satisficiera por todos la deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho de habitar el Verbo en él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción”.
Afirma San Atanasio que al ofrecerse el Verbo, Encarnado en un cuerpo a la muerte, entregándose como una hostia y víctima perfectísima y purísima, “alejó la muerte de todos los hombres”, desde el momento en que Él se había ofrecido por todos los hombres: “De ahí que el cuerpo que él había tomado, al entregarlo a la muerte como una hostia y víctima limpia de toda mancha, alejó al momento la muerte de todos los hombres, a los que él se había asemejado, ya que se ofreció en lugar de ellos”.
San Atanasio sostiene que el Verbo, al ofrecer su cuerpo, unido a su Persona divina, a la muerte, en sacrificio -esto es, voluntariamente-, pagó de esta manera la deuda de muerte que habíamos contraído -por el pecado de los primeros Padres, Adán y Eva- y así, siendo Él mismo inmune a la corrupción por su condición de Dios Hijo, nos comunicó de su incorrupción y de su resurrección a todos los hombres: “De este modo, el Verbo de Dios, superior a todo lo que existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo e instrumento de su divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos contraído, y, así, el Hijo de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de la resurrección, hizo partícipes de esta misma inmunidad a todos los hombres, con los que se había hecho una misma cosa por su cuerpo semejante al de ellos”.
Por último, afirma San Atanasio, debido a la divinidad del Verbo Encarnado, la muerte ya no tiene poder alguno sobre los hombres, gracias a que el Verbo de Dios habita entre nosotros por la Encarnación: “Es verdad, pues, que la corrupción de la muerte no tiene ya poder alguno sobre los hombres, gracias al Verbo, que habita entre ellos por su encarnación”.
          Ahora bien, toda esta vida nueva, resucitada y gloriosa que nos obtuvo el Verbo de Dios Encarnado, la obtenemos en la Eucaristía. Nada de esto habría salido a la luz si la herejía de Arrio hubiera triunfado y es aquí en donde resplandece con mayor fulgor la figura de San Atanasio, quien sufrió cinco veces el destierro y dedicó toda su vida a sostener la divinidad de Jesús de Nazareth.


[2] https://www.corazones.org/biblia_y_liturgia/oficio_lectura/fechas/mayo_2.htm; cfr. De los sermones de san Atanasio, obispo, Sermón sobre la encarnación del Verbo, 8-9.

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