San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 28 de septiembre de 2012

La Santa Misa para Niños (XXVI) En la Misa están todos los santos del cielo, los que prefirieron morir antes que pecar




(…) los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas.

Después de nombrarla a la Virgen, el sacerdote nombra a los amigos de Jesús, que son los santos: “los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos”. Y como pasó con la Virgen, que el sacerdote la nombra para que nos demos cuenta que Ella está en persona, también nombra a los amigos de Jesús, los Apóstoles y los santos, para que también nos demos cuenta de que en la Misa están todos los santos presentes.
¿Cuántos santos hay? Muchísimos, muchos más de los que nos podemos imagina, porque hay muchos santos que no los conocemos; si tuviéramos que escribir las vidas de todos los santos que hay en el cielo, no alcanzarían todos los libros de la tierra.
En la Misa, están los santos que conocemos, y aquellos a los que les tenemos más cariño. Por ejemplo, el Padre Pío, la Madre Teresa de Calcuta, Santa Bernardita, Santa Teresa de Ávila, San Ignacio de Loyola, San Josemaría Escrivá, y muchos, muchísimos más, tan numerosos, que no los podríamos contar.
Por esto, tenemos que saber que si le rezamos a un santo una novena, para que interceda por nosotros, en la Misa ¡lo tenemos en persona!
¿Y qué hacen? Adoran y aman a Jesús, y están tan pero tan alegres y felices, que no lo pueden casi creer.
¿Y qué hicieron los santos para estar en el cielo y acompañar a Jesús en la Misa, cuando baja del cielo al altar?
Lo que hicieron los santos fue darse cuenta que la vida de la gracia es muchísimo más valiosa que cualquier bien material de esta tierra. Ellos sabían que la más pequeñísima gracia recibida de Dios –un buen pensamiento, un buen deseo, alegrarme de los bienes del prójimo, no contestar mal, ser pacientes, sacrificados, y cosas pequeñas por el estilo-, valen infinitamente más que todo el oro y toda la plata y todos los diamantes del mundo.
Los santos se dieron cuenta del tesoro enorme que hay en los sacramentos, sobre todo la confesión y la Eucaristía, y no dejaron nunca de acudir a ellos. Sabían que la confesión y la Eucaristía eran como manantiales de agua cristalina, fresquita, transparente y riquísima, en un día de mucho calor y sed. Sabían que en la confesión recibían no solo el perdón de los pecados, sino también el aumento de la gracia santificante, que los prevenía para no pecar y para poder vivir tranquilamente como hijos de Dios. Sabían que la Eucaristía es el tesoro más grande y maravilloso y valioso de todos los tesoros de la tierra; que comparada con la Eucaristía, todos los tesoros del mundo, y todas las cosas lindas del mundo, son como cenizas o como sombras, que no valen nada, porque la Eucaristía es Jesús, que es Dios Hijo en Persona, y sabían que Él da, a todo el que se le acerca, toneladas y toneladas de amor sin medida, y ellos preferían estar con Jesús y acompañarlo en el sagrario, antes que aburrirse con las diversiones pasajeras del mundo.
Y como los santos sabían del grandísimo valor que tenía la gracia, ellos eligieron perder la vida antes que pecar, como dijo Santo Domingo Savio en el día de su Primera Comunión: “Yo quiero comulgar todos los días de mi vida, y como el pecado no me deja comulgar, prefiero morir antes que dejar de comulgar, antes que dejar de recibir al Sagrado Corazón de Jesús, que late de amor en la Eucaristía por mí”.
Y en esto siguieron a Jesús, que en el Evangelio dice: “Si tu mano, tu pie, tu ojo, es ocasión de pecado, córtatelo, porque más vale que entres manco, rengo, y con un solo ojo al cielo, que vayas al infierno con todo el cuerpo sano”. Y es lo que decimos cada vez que rezamos el pésame: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. Estamos diciendo que no solo preferimos quedarnos sin una mano, sin un pie o sin un ojo, sino que preferimos ¡morir! antes que pecar, antes que alejarnos del Amor de Dios.
Porque el pecado es como cuando alguien, en un día de sol y de cielo celeste, alejándose de la compañía y protección de sus papás y de sus seres queridos, se interna en una cueva oscura, fría, llena de animales venenosos, como serpientes y arañas gigantes, alacranes y escorpiones; el pecado es como apartarnos de los seres queridos por propia voluntad, para ir a estar en un lugar oscuro, frío y lleno de peligros mortales.. Pero es mucho peor que esto, porque el que peca se acerca a los demonios, los ángeles caídos, que son mucho más terribles que las serpientes o las arañas. 
La vida de la gracia, en cambio, es como estar en ese día de sol y de cielo celeste y despejado, junto a quienes más amamos en la vida, nuestros padres, hermanos y seres queridos, pero es mucho más lindo que eso, porque el que está en gracia, tiene a Jesús en el corazón, y es llevado por la Virgen en sus brazos, com un niño pequeño, y no se puede tener mayor alegría que tener a Jesús en el corazón, y no se puede estar más seguros que en los brazos de la Virgen.
Los santos sabían muy bien qué significaba el pecado, la pérdida de la vida de la gracia, y por eso preferían antes la muerte que pecar.
En la Misa, les pidamos a los santos que más conocemos y queremos, que nos concedan esta gracia: antes morir que pecar; antes morir que apartarnos de ese Sol de Amor infinito que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.



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