San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 4 de agosto de 2022

El Santo Cura de Ars y el Camino al Cielo

 



         Una vez que se ordenó sacerdote, enviaron a San Juan María Vianney al pueblo de Ars. Antes de llegar, estaba un poco desorientado, porque no conocía el lugar. Entonces encontró a un niño y el Cura de Ars le dijo: “Enséñame el camino al pueblo y yo te enseñaré el camino al Cielo”. Guiado por el niño, el Cura de Ars llegó al pueblo y allí comenzó su fecunda labor sacerdotal, que santificó centenares de miles de almas.

         El encuentro con el niño y la respuesta que le dio el Cura de Ars, que puede tomarse como una simple anécdota en su vida, resume la misión del sacerdote y del párroco: enseñar el camino al Cielo a las almas a las que Dios, por medio de la Iglesia, le ha encomendado. Ahora bien, el “camino al Cielo” no es una mera frase; es un camino real, es el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Este camino, el único que conduce al Cielo, es un camino áspero, difícil, estrecho; es en subida y además, quien lo recorra debe tomar su cruz de cada día y seguir a Jesús, que va delante del Camino, señalando la dirección correcta. Así como alguien puede llegar a destino si lee las indicaciones de los carteles del camino, así se puede saber si se está en el Camino de la Cruz si se siguen las señales particulares de este camino, que son las huellas ensangrentadas de Cristo.

         El Camino de la Cruz, que el sacerdote debe señalar a los fieles, no es fácil y puede granjearle muchos enemigos, porque para comenzar a transitarlo, el sacerdote debe indicarle al fiel muchas cosas: primero, cuál es el Verdadero Cristo y cuál es el falso cristo –el cristo de la Nueva Era-; el Verdadero Cristo es el Cristo Eucarístico, el que se encuentra en Persona, verdadera, real y substancialmente en la Eucaristía; el sacerdote debe indicarle al fiel que para seguir por el Camino de la Cruz debe negarse a sí mismo, en sus pasiones, en sus pecados y que debe adquirir virtudes, las virtudes del Sagrado Corazón y del Inmaculado Corazón de María; el sacerdote debe indicar a los fieles que deben fortalecer sus almas con la gracia santificante que proporcionan los Sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía; debe advertirles de los peligros externos, el mundo y Satanás, que están al acecho para hacer desviar a los hijos de Dios del Camino de la Cruz; el sacerdote debe prevenir al fiel acerca de las trampas de Satanás, que en estos días se han multiplicado, como por ejemplo las falsas devociones, las devociones demoníacas, al Gauchito Gil, a la Difunta Correa, a San La Muerte, a la Pachamama; debe advertirles que deben usar los sacramentales de la Iglesia, medallas bendecidas de la Virgen y los santos y no los amuletos o talismanes de la brujería, como el árbol de la vida, la mano de Fátima, el ojo turco, la cinta roja y tantos otros más. Y es por eso que el sacerdote, en su tarea, no sea comprendido, o sea criticado por quienes son enemigos de Dios, pero la tarea del sacerdote es señalar, aun al precio de su vida y de su sangre, el Camino al Cielo, el Camino Real de la Cruz, tal como lo hizo el Santo Cura de Ars y tal como lo continúa haciendo desde el Cielo. Por último, el Santo Cura de Ars decía que la obligación del hombre era solo una: “orar y amar”[1]: orar al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía y amarlo y adorarlo en su Presencia Eucarística y, por Jesús Eucaristía, amar al prójimo, incluido en primer lugar el enemigo. Al Santo Cura de Ars nos encomendamos para que todos, sacerdotes y fieles, cargando la cruz de cada día, sigamos por el Camino Real de la Cruz, el Camino del Calvario, el Via Crucis, todos los días de nuestra vida terrena, hasta llegar el Reino de los cielos en la vida eterna.



[1] De una Catequesis, A. Morin, Espirit du Cura d’Ars, París 1899, 87-89.

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