En
el año 1549 San Francisco Javier llegó al Japón y convirtió a muchos paganos,
llegando a contarse varios los miles de cristianos hacia el año 1597. En ese
momento, subió al trono real un emperador que no solo no conocía a Jesucristo,
sino que era además sumamente cruel y vicioso. Apenas en el poder, dio la orden
de que todos los misioneros católicos debían abandonar el Japón en el término
de seis meses. Sin embargo, los misioneros, llenos de celo por el amor de
Cristo, no hicieron caso de esta orden del emperador y en vez de huir del país
lo que hicieron fue esconderse, para poder seguir evangelizando y catequizando
a los paganos.
Pudieron
hacer estas actividades por un tiempo, pero finalmente fueron descubiertos y
martirizados brutalmente: en total, murieron en Nagasaki en un solo día –el 5
de febrero de 1597- veintiséis misioneros, entre sacerdotes, hermanos y laicos:
fueron ejecutados tres jesuitas, seis franciscanos y dieciséis laicos católicos
japoneses, que eran catequistas y se habían hecho terciarios franciscanos. Los
mártires jesuitas fueron: San Pablo Miki, un japonés de familia de la alta
clase social, hijo de un capitán del ejército y muy buen predicador; San Juan
Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores jesuitas; a su vez, los
franciscanos eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido a misionar al
Asia; San Gonzalo García que era de la India, San Francisco Blanco, San Pedro
Bautista, superior de los franciscanos en el Japón y San Francisco de San
Miguel. Entre los laicos estaban: un soldado: San Cayo Francisco; un médico:
San Francisco de Miako; un laico coreano: San León Karasuma, y tres muchachos
de trece años que ayudaban a misa a los sacerdotes, los niños San Luis Ibarqui,
San Antonio Deyman, y San Totomaskasaky, cuyo padre fue también martirizado. Antes
de asesinarlos, los torturaron cruelmente: a los veintiséis católicos les
cortaron la oreja izquierda y así ensangrentados y sin ningún tipo de atención
médica, fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante
un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse
cristianos. Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes,
y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en
piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello.
Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio.
La
Iglesia Católica los declaró santos en 1862.
Mensaje de santidad.
El
mensaje de santidad, además de su vida misma, que es la entrega de la vida por
amor a Cristo, lo dieron los mártires antes de morir. Es muy importante
reflexionar acerca de lo que dicen los mártires antes de morir, porque están
muy próximos al supremo testimonio, que es el dar la vida por Cristo y esto no
lo podrían hacer si no estuvieran asistidos por el Espíritu Santo. Escuchar a
los mártires en sus últimas palabras es escuchar al mismo Espíritu Santo, porque
así lo dice Jesús: “Cuando os persigan y encarcelen, no os preocupéis por lo
que habréis de decir, porque el Espíritu Santo hablará por vosotros. Es decir,
como el mártir está inhabitado por el Espíritu Santo, todo lo que dicen y hacen
es obra de ese mismo Espíritu. Por esta razón es que es tan importante meditar
en sus últimas palabras. Con respecto a San Pablo Miki y los veintiséis
compañeros mártires, existe un relato compuesto por testigos presenciales, quienes
relataron de la siguiente manera sus últimos momentos en esta vida, instantes
previos antes de ingresar en la vida eterna. los testigos de su martirio y de
su muerte lo relatan de la siguiente manera: “Una vez crucificados, era
admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los
demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre
Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba
salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba
repitiendo aquella oración del salmo 30: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”. El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el
Avemaría”. Tengamos en cuenta que los mártires estaban crucificados; a todos
les habían cortado la oreja izquierda; todos estaban con sus heridas
infectadas; estaban mal alimentados, con hambre, con sed y con frío y además,
estaban soportando una tortura sumada a otra tortura, esto es, a la tortura
física, se le sumaba la tortura moral de saber que habían sido condenados a muerte
y estaban siendo asesinados en cumplimiento de esa orden. Sin embargo, los
mártires no solo no se desesperan ni reniegan de Dios y de la Iglesia: como
dicen los testigos, cantaban, estaban en estado de éxtasis, o a un tenían la
suficiente fuerza física y espiritual como para dar sermones acerca de la vida
eterna.
Precisamente,
el mejor púlpito para predicar es la Santa Cruz de Jesús y eso es lo que hacía
el Padre Pablo Miki, según los testigos: “Al Padre Pablo Miki le parecía que
aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían
conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y curiosos) que
él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres
jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a
Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la
verdadera religión de Dios”. Nuevamente, comprobamos la asistencia del Espíritu
Santo, en este caso, al Padre Pablo Miki, porque no solo no se desespera nunca,
sino que agradece el haber sido bautizado, el pertenecer a la Iglesia Católica
y, sobre todo, agradece a Dios el estar dando su vida por Jesucristo. San Pablo
Miki sabía que, por dar su vida por Jesucristo, ya tenía ganado el cielo.
Gracias
a los testigos presenciales, podemos saber no sólo que Pablo Miki predicó desde
el púlpito de la cruz, sino también qué es lo que dijo. Narran así los
testigos: “A continuación añadió las siguientes palabras: “Llegado a este
momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes
va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues,
que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión
cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras
y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono
al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han
contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en
nuestra santa religión y se hagan bautizar”. Para el Padre Pablo Miki la
religión católica es la más adecuada para llegar al cielo; además, como es
discípulo de Cristo, no se deja llevar por el deseo de venganza contra quien
mandó a matarlo sino que, siguiendo lo que Jesús nos ordena en el Evangelio, de
perdonar “setenta veces siete”, el Padre Pablo Miki perdona a sus verdugos y sobre
todo al emperador, recomendándoles además que se hagan bautizar, así también
ellos puedan entrar en el Reino de los cielos. Es decir, no solo no desea
vengarse, sino que desea que, aquellos que le están dando muerte, estén con él
en el cielo, para siempre.
Continúa
el relato de los testigos: “Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó
a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una
alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle otro
cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de
todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño Antonio, que estaba al lado
de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los
santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar los salmos que
había aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir
continuamente: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía”. Varios
de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que permanecieran
fieles a nuestra santa religión por siempre”. A pesar de estar crucificados y
cubiertos de heridas y, en muchos casos, agonizando, todos, sin excepción, se
caracterizan por la alegría, porque el Espíritu Santo no solo inhabita en ellos
sino que, en cierto sentido, les hace comenzar a gustar de las delicias
celestiales que los acompañarán por toda la eternidad, por haber dado sus vidas
por Jesús.
Finalmente,
los mártires son ajusticiados con lanzazos: “Luego los verdugos sacaron sus
lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en
unos momentos pusieron fin a sus vidas. El pueblo cristiano horrorizado
gritaba: ¡Jesús, José y María!”. San Pablo Miki y sus compañeros fueron tan
fieles a Jesucristo, que lo imitaron en su amor hacia Dios y el prójimo, dando
sus vidas por Jesucristo y perdonando cristianamente a sus verdugos, y lo
imitaron de tal manera, que también ellos, al igual que Cristo, recibieron un
lanzazo, de la misma manera a como Cristo, ya muerto, recibió un lanzazo que
traspasó su Sagrado Corazón. Amor a Cristo hasta dar la vida por Él y perdón a
los enemigos en nombre de Cristo, deseándoles el Paraíso, son algunas de las
lecciones de santidad que nos dejan los santos mártires San Pablo Miki y
compañeros.