San Ignacio de Loyola, uno de los más grandes santos de la
Iglesia Católica, antes de su conversión, vivía en un mundo alejado de Dios,
caracterizado por la vanidad. Solo cuando obligadamente tuvo que hacer una
pausa en su vida mundana, debido a una lesión en su pierna en el transcurso de
una batalla, su vida comenzó a dar un decisivo giro en dirección a Jesucristo y
esto, gracias a la lectura de libros acerca del Salvador y sus santos. Tratándose
de un santo de tal magnitud, es imprescindible conocer su proceso de
conversión, ya que de él podemos nosotros tomar ejemplo y buscar su imitación,
para iniciar nosotros la vida en Cristo Jesús. Dicho proceso de conversión es
narrado así por uno de sus discípulos[1]: “Ignacio
era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de
historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le
trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa
ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro
que tenía por título Flos sanctorum,
escritos en su lengua materna. Con la frecuente lectura de estas obras, empezó
a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban”. Es decir, como
consecuencia de estas lecturas, comienza a entrever una vida nueva, distinta a
la anterior, aunque su hombre viejo le oponía resistencia, razón por la cual, a
pesar de vislumbrar una vida distinta en Cristo, regresaba con nostalgia a su
vida de pagano: “A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en
tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades
que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior”.
Sin
embargo, la acción de la gracia, que ya había comenzado a actuar en San
Ignacio, no detenía su marcha, por lo cual, al continuar leyendo acerca de
Nuestro Señor y sus santos, se sentía fuertemente atraído por esta vida nueva
que aparecía en su horizonte espiritual: “Pero entretanto iba actuando también
la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de
los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer”. El mismo Jesucristo, por
medio de la gracia, era quien le inspiraba piadosos pensamientos, al tiempo que
profundizaba en él el deseo de imitar a los santos en el seguimiento del Señor:
“En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a
pensar y se preguntaba a sí mismo: “¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco
o que santo Domingo?”.
Como
consecuencia de estas lecturas, comenzó una lucha, por así decirlo, en el alma
de San Ignacio, entre dos espíritus: el espíritu mundano, que lo alejaba de
Dios por medio de la vanidad, y el Espíritu de Dios, que lo atraía a sí por
medio de la nostalgia de una vida nueva, de origen celestial, vida que sólo
podía intuir, pero a la cual había comenzado ya a desearla: “Y, así, su mente
estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que,
distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en
las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo”.
En
este proceso de oscilar entre la atracción del antiguo espíritu mundano, bien
conocido por San Ignacio, y la atracción por la vida del Espíritu de Dios que
la gracia había implantado en él, el santo aprendió algo sumamente importante,
que luego aplicaría en sus Ejercicios Espirituales, y es el “discernimiento de
espíritus”, es decir, el saber darse cuenta de cuándo era inspirado por uno u
otro espíritu: “Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las
cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando,
hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el
contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los
santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales
pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba
cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del
alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo,
que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio,
alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios”. El
espíritu mundano, en suma, mientras lo atraía con placeres pasajeros
produciéndole alegrías pasajeras y superficiales, dejaba su alma sumergida en
la tristeza y en la aridez; el Espíritu de Dios, que lo instaba a imitar las
virtudes de los santos, y aunque esto pareciera ser algo alejado del placer
puesto que implica sacrificio, penitencia y austeridad, dejaba en él una
alegría profunda, espiritual, celestial. Y es esta experiencia, como dijimos anteriormente,
de discernimiento de espíritus, la que trasladó luego a sus Ejercicios
Espirituales: “Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta
experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de
espíritus enseñaría luego a los suyos”.
En
estos tiempos, en los que el Anticristo atrae a los hombres con la música
estridente, las banderas multicolores, la satisfacción hedonista de los
sentidos, prometiendo una alegría mundana y pasajera por medio de la
profanación del cuerpo y el alma, es decir, la impureza del cuerpo y la
apostasía de la fe, llamando a la anti-natura “derecho humano” y a los
Mandamientos de Dios “cosas del pasado”, la experiencia de discernimiento de
espíritus de San Ignacio de Loyola es más que oportuna, para ser tenida en
cuenta por los cristianos, si es que no queremos ser arrastrados, en medio de
una corriente multicolor y estridente, al Abismo del cual no se regresa.
[1] Cfr. De los
hechos de san Ignacio recibidos por Luis Goncalves de labios del mismo santo;
Cap. 1, 5-9: Acta Sanctorum Iulii 7
[1868], 647.
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