Nació en 1480 en Vicenza, cerca de Venecia, Italia. Quedó
huérfano desde muy pequeño, al morir su padre, que era militar, durante la
defensa de la ciudad, contra un ejército enemigo. Estudió en la Universidad de
Padua donde obtuvo dos doctorados, trasladándose luego a Roma, en donde llegó a
ser secretario privado del Papa Julio II y notario de la Santa Sede. Se ordenó
sacerdote a los 33 años, demorando tres meses en celebrar su primera misa,
debido al respeto y devoción que tenía a la Santa Misa. En Roma se inscribió en
una asociación llamada “Del Amor Divino”, cuyos socios se esmeraban por llevar
una vida lo más fervorosa posible y por dedicarse a ayudar a los pobres y a los
enfermos.
Al
constatar el grave estado de relajación en lo moral y espiritual por parte de
los católicos, San Cayetano se propuso fundar una comunidad de sacerdotes que
se dedicaran a llevar una vida lo más santa posible y a conducir a su vez a los
fieles por el camino de la santidad. De esta manera, fundó los denominados Padres
Teatinos (nombre que les viene de Teati, la ciudad de la cual era obispo el
superior de la comunidad, monseñor Caraffa, que después llegó a ser el Papa
Pablo IV).
En
una carta, San Cayetano le escribía así a un amigo: “Me siento sano del cuerpo
pero enfermo del alma, al ver cómo Cristo espera la conversión de todos, y son
tan poquitos los que se mueven a convertirse”. Y este era el más grande anhelo
de su vida: que las gentes empezaran a llevar una vida más de acuerdo con el
santo Evangelio, es decir, que buscaran los bienes del cielo, y no los de la
tierra.
Fue
en ese tiempo estalló la revolución de Martín Lutero, dirigida a socavar los
cimientos mismos de la Iglesia: el heresiarca fundó a los evangélicos y se
declaró en guerra contra la Iglesia de Roma y el Papado, dirigiendo durísimas
invectivas contra el Vicario de Cristo. A quienes se veían tentados a seguir su
ejemplo, atacando y criticando a los jefes de la santa Iglesia Católica, San
Cayetano les decía: “Lo primero que hay que hacer para reformar a la Iglesia es
reformarse uno a sí mismo”.
San
Cayetano era de familia muy rica y se desprendió de todos sus bienes y los
repartió entre los pobres, escribiendo en una carta escribió la razón que tuvo
para ello: “Veo a mi Cristo pobre, ¿y yo me atreveré a seguir viviendo como
rico? Veo a mi Cristo humillado y despreciado, ¿y seguiré deseando que me
rindan honores? Oh, qué ganas siento de llorar al ver que las gentes no sienten
deseos de imitar al Redentor Crucificado”.
Sentía
un inmenso amor por Nuestro Señor, y lo adoraba especialmente en la Sagrada
Hostia en la Eucaristía y recordando la santa infancia de Jesús. Su imagen
preferida era la del Divino Niño Jesús.
Dedicaba
los ratos libres, donde quiera que estuviera, a atender a los enfermos en los
hospitales, especialmente a los más abandonados y repugnantes.
Un
día en su casa de religioso no había nada para comer porque todos habían
repartido sus bienes entre los pobres. San Cayetano se fue al altar y dando
unos golpecitos en la puerta del Sagrario donde estaban las Santas Hostias, le
dijo con toda confianza: “Jesús amado, te recuerdo que no tenemos hoy nada para
comer”. Al poco rato llegaron unas mulas trayendo muy buena cantidad de
provisiones, y los arrieros no quisieron decir de dónde las enviaban.
En
su última enfermedad el médico aconsejó que lo acostaran sobre un colchón de
lana y el santo exclamó: “Mi Salvador murió sobre una tosca cruz. Por favor
permítame a mí que soy un pobre pecador, morir sobre unas tablas”. Y así murió
el 7 de agosto del año 1547, en Nápoles, a la edad de 67 años, desgastado de
tanto trabajar por conseguir la santificación de las almas.
Mensaje
de santidad.
Dentro
de su mensaje de santidad, San Cayetano nos deja un legado de amor a Dios y al
prójimo, principalmente el prójimo más necesitado. Si bien es cierto que se
dedicó a atender a quienes padecían necesidades materiales, no menos cierto es
que la carencia que más le preocupaba en el prójimo no era en el aspecto
material, sino en el espiritual: experimentaba un verdadero dolor espiritual cuando
comprobaba que sus contemporáneos padecían la mayor y más terrible de las
pobrezas, y es el no alimentarse del Pan bajado del cielo, la Eucaristía. Lo que
movía a San Cayetano era su gran amor a Jesús Eucaristía y su deseo de que los
católicos abandonaran la vida mundana y se decidieran por la vida nueva de la
gracia, es decir, por la conversión del corazón, y es esto lo que expresa con
estas palabras: “Me siento sano del cuerpo pero enfermo del alma, al ver cómo
Cristo espera la conversión de todos, y son tan poquitos los que se mueven a
convertirse”. Como dijimos, experimentaba un verdadero dolor espiritual –“me
siento enfermo del alma”- al comprobar que los católicos abandonaban su
religión, o la vivían de un modo superficial y ligero, dejando de lado sus
misterios más profundos, por la superficialidad del mundo. Pero San Cayetano no
se contentaba con que los católicos vivieran superficialmente la religión; lo
que deseaba era que imitaran a Nuestro Señor en la cruz: “Oh, qué ganas siento
de llorar al ver que las gentes no sienten deseos de imitar al Redentor
Crucificado”.
Por
último, San Cayetano es considerado patrono del pan, de la paz y del trabajo, y
si bien es cierto que es lícito pedir por el pan material –el alimento de todos
los días-, por la paz y por el trabajo, no es menos cierto que, como católicos,
no podemos contentarnos con pedir estas cosas a San Cayetano por lo que, al
recordarlo en su día, le pediremos que interceda por nosotros para que nunca
nos falte el Pan bajado del cielo, la Eucaristía, que sacia el hambre que de
Dios tiene toda alma; que vivamos en la paz, pero no en la paz del mundo, sino en
la paz de Jesucristo, que es la paz de Dios, la verdadera paz espiritual, que
desciende sobre el alma cuando el alma es reconciliada por Dios al perdonarle
sus pecados y concederle su gracia; le pidamos tener trabajo, pero ante todo el
trabajo por el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, en su Iglesia, la Santa
Iglesia Católica.
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