Santa Brígida era hija de Birgerio, gobernador de Uppland,
la principal provincia de Suecia; su madre, Ingerborg, era hija del gobernador
de Gotland oriental. A los siete años tuvo una visión de la Reina de los
cielos. A los diez, a raíz de un sermón sobre la Pasión de Cristo que la
impresionó mucho, soñó que veía al Señor clavado en la cruz y oyó estas
palabras: “Mira en qué estado estoy, hija mía”. “¿Quién os ha hecho eso, Señor?”,
preguntó la niña. Y Cristo respondió: “Los que me desprecian y se burlan de mi
amor”. Desde entonces, la Pasión del Señor se convirtió en el centro de su vida
espiritual. Antes de cumplir catorce años, la joven contrajo matrimonio con Ulf
Gudrnarsson, quien era cuatro años mayor que ella. Dios les concedió veintiocho
años de felicidad matrimonial, tuvieron cuatro hijos y cuatro hijas, una de las
cuales es venerada con el nombre de Santa Catalina de Suecia. Durante algunos
años, Brígida llevó la vida de una señora feudal en las posesiones de su esposo
en Ulfassa, con la única diferencia de que cultivaba la amistad de los hombres
sabios y virtuosos.
Hacia
el año 1335, la santa fue llamada a la corte del joven rey Magno II para ser la
principal dama de honor de la reina Blanca de Namur. Pronto comprendió Brígida
que sus responsabilidades en la corte no se limitaban al estricto cumplimiento
de su oficio. Magno era un hombre débil que se dejaba fácilmente arrastrar al
vicio; Blanca tenía buena voluntad, pero era irreflexiva y amante del lujo. La
santa hizo cuanto pudo por cultivar las cualidades de la reina y por rodear a
ambos soberanos de buenas influencias. Pero, como sucede con frecuencia, aunque
santa Brígida se ganó el cariño de los reyes, no consiguió mejorar su conducta,
pues no la tomaban en serio.
Fue
en ese tiempo en el que la santa comenzó a experimentar las visiones que habían
de hacerla famosa, las cuales versaban sobre las más diversas materias, desde
la necesidad de lavarse, hasta los términos del tratado de paz entre Francia e
Inglaterra. “Si el rey de Inglaterra no firma la paz -decía- no tendrá éxito en
ninguna de sus empresas y acabará por salir del reino y dejar a sus hijos en la
tribulación y la angustia”. Pero tales visiones –concedidas por el cielo-, no
solo no eran tenidas en cuenta por los cortesanos suecos, sino que, llevados
por su mundanidad y paganismo, hacían burla de las mismas, preguntando con
sorna: “¿Qué soñó Doña Brígida anoche?”. Por otra parte, la santa tenía
dificultades con su propia familia. Su hija mayor se había casado con un noble
muy revoltoso, a quien Brígida llamaba “el Bandolero” y, hacia 1340, murió
Gudmaro, su hijo menor. Por esa pérdida la santa hizo una peregrinación al
santuario de San Olaf de Noruega, en Trondhjem. A su regreso, fortalecida por
las oraciones, intentó hacer volver al buen camino a sus soberanos, pero al no
lograrlo, les pidió permiso de ausentarse de la corte e hizo una peregrinación
a Compostela con su esposo. A la vuelta del viaje, Ulf cayó gravemente enfermo
en Arrás y recibió los últimos sacramentos, ya que la muerte parecía inminente.
Pero santa Brígida, que oraba fervorosamente por el restablecimiento de su
esposo, tuvo un sueño en el que san Dionisio le reveló que no moriría. A raíz
de la curación de Ulf, ambos esposos prometieron consagrarse a Dios en la vida religiosa.
Según parece, Ulf murió en 1344 en el monasterio cisterciense de Alvastra,
antes de poner por obra su propósito. Santa Brígida se quedó en Alvastra cuatro
años dedicada a la penitencia y completamente olvidada del mundo. Desde
entonces, abandonó los vestidos preciosos: sólo usaba lino para el velo y
vestía una burda túnica ceñida con una cuerda anudada. Las visiones y
revelaciones se hicieron tan insistentes, que la santa se alarmó, temiendo ser
víctima de las ilusiones del demonio o de su propia imaginación. Pero en una
visión que se repitió tres veces, se le ordenó que se pusiese bajo la dirección
del maestre Matías, un canónigo muy sabio y experimentado de Linköping, quien
le declaró que sus visiones procedían de Dios. Desde entonces y hasta su
muerte, santa Brígida comunicó todas sus visiones al prior de Alvastra, llamado
Pedro, quien las consignó por escrito en latín.
Ese
período culminó con una visión en la que el Señor ordenó a la santa que fuese a
la corte para amenazar al rey Magno con el juicio divino; así lo hizo Brígida,
sin excluir de las amenazas a la reina y a los nobles. Magno se enmendó algún
tiempo y dotó liberalmente el monasterio que la santa había fundado en
Vadstena, impulsada por otra visión. En dicho monasterio había sesenta
religiosas. En un edificio contiguo habitaban trece sacerdotes (en honor de los
doce apóstoles y de San Pablo), cuatro diáconos (que representaban a los
doctores de la Iglesia) y ocho hermanos legos. En conjunto había ochenta y
cinco personas, que era el número de los discípulos del Señor. Santa Brígida
redactó las constituciones; según se dice, se las dictó el Salvador en una
visión. Pero ni Bonifacio IX en la bula de canonización, ni Martín V, que
ratificó los privilegios de la abadía de Sión y confirmó la canonización,
mencionan ese hecho y sólo hablan de la aprobación de la regla por la Santa
Sede, sin hacer referencia a ninguna revelación privada. En la fundación de
santa Brígida, lo mismo que en la orden de Fontevrault, los hombres estaban
sujetos a la abadesa en lo temporal, pero en lo espiritual, las mujeres estaban
sujetas al superior de los monjes. La razón de ello es que la orden había sido
fundada principalmente para las mujeres y los hombres sólo eran admitidos en
ella para asegurar los ministerios espirituales. Los conventos de hombres y
mujeres estaban separados por una clausura inviolable; tanto unos como las
otras, asistían a los oficios en la misma iglesia, pero las religiosas se
hallaban en una galería superior, de suerte que ni siquiera podían verse unos a
otros. La orden del Santísimo Salvador, que llegó a tener unos setenta
conventos, actualmente es pequeña, pero continúa existiendo en distintas partes
del mundo. El monasterio de Vadstena fue el principal centro literario de
Suecia en el siglo XV.
A
raíz de una visión, santa Brígida escribió una carta muy enérgica a Clemente
VI, urgiéndole a partir de Aviñón a Roma y establecer la paz entre Eduardo III
de Inglaterra y Felipe IV de Francia. El Papa se negó a partir de Aviñón pero,
en cambio envió a Hemming, obispo de Abö, a la corte del rey Felipe, aunque la
misión no tuvo éxito. Entre tanto, el rey Magno, que apreciaba más las
oraciones que los consejos de santa Brígida, trató de hacerla intervenir en una
cruzada contra los paganos letones y estonios. En realidad se trataba de una
expedición de pillaje. La santa no se dejó engañar y trató de disuadir al
monarca. Con ello, perdió el favor de la corte, pero estaba compensada con el
amor del pueblo, por cuyo bienestar se preocupaba sinceramente durante sus
múltiples viajes por Suecia. Había todavía en el país muchos paganos, y santa
Brígida ilustraba con milagros la predicación de sus capellanes.
En
1349, a pesar de que la “muerte negra” hacía estragos en toda Europa, Brígida
decidió ir a Roma con motivo del jubileo de 1350. Acompañada de su confesor,
Pedro de Skeninge, y otros personajes, se embarcó en Stralsund, en medio de las
lágrimas del pueblo, que no había de volver a verla. En efecto, la santa se
estableció en Roma, donde se ocupó de los pobres de la ciudad, en espera de la
vuelta del Pontífice a la Ciudad Eterna.
Asistía
diariamente a misa a las cinco de la mañana; se confesaba todos los días y
comulgaba varias veces por semana. El brillo de su virtud contrastaba con la
corrupción de costumbres que reinaba entonces en Roma: el robo y la violencia
hacían estragos, el vicio era cosa normal, las iglesias estaban en ruinas y lo
único que interesaba al pueblo era escapar de sus opresores. La austeridad de
la santa, su devoción a los santuarios, su severidad consigo misma y su bondad
con el prójimo, su entrega total al cuidado de los pobres y los enfermos le
ganaron el cariño de todos aquéllos en quienes todavía quedaba algo de
cristianismo. Santa Brígida atendía con particular esmero a sus compatriotas y
cada día daba de comer a los peregrinos suecos en su casa, que estaba situada
en las cercanías de San Lorenzo in Damaso.
Pero
su ministerio apostólico no se reducía a la práctica de las buenas obras ni a
exhortar a los pobres y a los humildes. En cierta ocasión, fue al gran
monasterio de Farfa para reprender al abad, “un hombre mundano que no se
preocupaba absolutamente por las almas”. Hay que decir que, probablemente, la
reprensión de la santa no produjo efecto alguno. Más éxito tuvo su celo en la
reforma de otro convento de Bolonia. Ahí se hallaba Brígida cuando fue a
reunirse con ella su hija, santa Catalina, quien se quedó a su lado y fue su
fiel colaboradora hasta el fin de la vida de Brígida. Dos de las iglesias
romanas más relacionadas con nuestra santa son la de San Pablo Extramuros y la
de San Francisco de Ripa. En la primera se conserva todavía el bellísimo
crucifijo, obra de Cavallini, ante el que Brígida acostumbraba orar y que le
respondió más de una vez; en la segunda iglesia se le apareció san Francisco y
le dijo: “Ven a beber conmigo en mi celda”. La santa interpretó aquellas
palabras como una invitación para ir a Asís. Visitó la ciudad y, de ahí partió
en peregrinación por los principales santuarios de Italia, durante dos años.
Las
profecías y revelaciones de santa Brígida se referían a las cuestiones más
candentes de su época. Predijo, por ejemplo, que el papa y el emperador se
reunirían amistosamente en Roma al poco tiempo (así lo hicieron el beato Urbano
V y Carlos IV, en 1368). La profecía de que los partidos en que estaba dividida
la Ciudad Eterna recibirían el castigo que merecían por sus crímenes,
disminuyeron un tanto la popularidad de la santa y aun le atrajeron
persecuciones. Por otra parte, ni siquiera el Papa escapaba a sus críticas. En
una ocasión le llamó “asesino de almas, más injusto que Pilato y más cruel que
Judas”. Nada tiene de extraño que Brígida haya sido arrojada de su casa y aun
haya tenido que ir, con su hija, a pedir limosna al convento de las Clarisas
Pobres. El gozo que experimentó la santa con la llegada de Urbano V a Roma fue
de corta duración, pues el Pontífice se retiró poco después a Viterbo, luego a
Montesfiascone y aun se rumoró que se disponía a volver a Aviñón. Al regresar
de una peregrinación a Amalfi, Brígida tuvo una visión en la que Nuestro Señor
la envió a avisar al papa que se acercaba la hora de su muerte, a fin de que
diese su aprobación a la regla del convento de Vadstena. Brígida había ya
sometido la regla a la aprobación de Urbano V, en Roma, pero el Pontífice no
había dado respuesta alguna. Así pues, se dirigió a Montefiascone montada en su
mula blanca. Urbano aprobó, en general, la fundación y la regla de santa
Brígida, que completó con la regla de san Agustín. Cuatro meses más tarde,
murió el Pontífice. Santa Brígida escribió tres veces a su sucesor, Gregorio
XI, que estaba en Aviñón, conminándole a trasladarse a Roma. Así lo hizo el
Pontífice cuatro años después de la muerte de la santa.
En
1371, a raíz de otra visión, Santa Brígida emprendió una peregrinación a los
Santos Lugares, acompañada de su hija Catalina, de sus hijos Carlos y Bingerio,
de Alfonso de Vadaterra y otros personajes. Ese fue el último de sus viajes. La
expedición comenzó mal, ya que en Nápoles, Carlos se enamoró de la reina Juana
I, cuya reputación era muy dudosa. Aunque la esposa de Carlos vivía aún en
Suecia y el marido de Juana estaba en España, ésta quería contraer matrimonio
con él y la perspectiva no desagradaba a Carlos. Su madre, horrorizada ante tal
posibilidad, intensificó sus oraciones. Dios resolvió la dificultad del modo
más inesperado y trágico, pues Carlos enfermó de una fiebre maligna y murió dos
semanas después en brazos de su madre. Carlos y Catalina eran los hijos
predilectos de la santa. Esta prosiguió su viaje a Palestina embargada por la
más profunda pena. En Jaffa estuvo a punto de perecer ahogada durante un
naufragio. Sin embargo durante la accidentada peregrinación la santa disfrutó
de grandes consolaciones espirituales y de visiones sobre la vida del Señor. A
su vuelta de Tierra Santa, en el otoño de 1372, se detuvo en Chipre, donde
clamó contra la corrupción de la familia real y de los habitantes de Famagusta,
quienes se habían burlado de ella cuando se dirigía a Palestina. Después pasó a
Nápoles, donde el clero de la ciudad leyó desde el púlpito las profecías de
santa Brígida, aunque no produjeron mayor efecto entre el pueblo. La comitiva
llegó a Roma en marzo de 1373. Brígida, que estaba enferma desde hacía algún
tiempo, empezó a debilitarse rápidamente, y falleció el 23 de julio de ese año,
después de recibir los últimos sacramentos de manos de su fiel amigo, Pedro de
Alvastra. Tenía entonces setenta y un años. Su cuerpo fue sepultado
provisionalmente en la iglesia de San Lorenzo in Panisperna. Cuatro meses
después, santa Catalina y Pedro de Alvastra condujeron triunfalmente las
reliquias a Vadstena, pasando por Dalmacia, Austria, Polonia y el puerto de
Danzig. Santa Brígida, cuyas reliquias reposan todavía en la abadía por ella
fundada, fue canonizada en 1391 y es patrona de Suecia y de Europa.
Mensaje
de santidad.
Uno
de los aspectos más conocidos en la vida de Santa Brígida, es el de las
múltiples visiones con que la favoreció el Señor, especialmente las que se
refieren a los sufrimientos de la Pasión y a ciertos acontecimientos de su
época. Por orden del Concilio de Basilea, el sabio Juan de Torquemada, quien
fue más tarde cardenal, examinó el libro de las revelaciones de la santa y
declaró que podía ser muy útil para la instrucción de los fieles, aunque esta declaración
de Torquemada significa únicamente que la doctrina del libro es ortodoxa y que
las revelaciones no carecen de probabilidad histórica. El papa Benedicto XIV,
entre otros, se refirió a las revelaciones de santa Brígida en los siguientes
términos: “Aunque muchas de esas revelaciones han sido aprobadas, no se les
debe el asentimiento de fe divina; el crédito que merecen es puramente humano,
sujeto al juicio de la prudencia, que es la que debe dictarnos el grado de
probabilidad de que gozan para que creamos píamente en ellas”. Santa Brígida,
con gran sencillez de corazón, sometió siempre sus revelaciones al juicio de
las autoridades eclesiásticas y, lejos de gloriarse por gozar de gracias tan
extraordinarias, que nunca había deseado, las aprovechó como una ocasión para
manifestar su obediencia y crecer en amor y humildad. El mensaje de santidad
que Santa Brígida de Suecia nos deja es que, si bien sus revelaciones fueron
las que la hicieron famosa, lo que la convirtió en santa y la llevó al cielo no
fueron ni estas revelaciones ni la fama obtenida por ellas, sino el hecho de
vivir de modo heroico las virtudes cristianas, y la garantía de que ello es
así, es el haber sido consagrada la santa por el juicio de la Iglesia.
Lo
que vale a los ojos de Dios es que el alma, humildemente, se deje iluminar por
la gracia divina, a fin de vivir según la voluntad de Dios el espíritu de los
misterios de nuestra religión. Es decir, lo que agrada a Dios en un alma, más que
las visiones más extraordinarias y el conocimiento de las cosas ocultas –que,
por otra parte, es el mismo Dios quien las concede, a quien Él elige-, es la
humildad y la sumisión a la gracia. Si alguien posee la inteligencia de un
ángel, el don de profecías, de lenguas, y muchos otros dones más, pero no tiene
caridad, a los ojos de Dios, es “como un címbalo hueco”.
Forma
parte de su mensaje de santidad para nosotros, así como es parte de las
virtudes que la santificaron, el hecho de que para la santa la Pasión de Cristo
fuera el centro de su vida, de sus afanes, de sus desvelos, de sus fatigas. Como
vimos en su biografía, cuando tenía diez años, tuvo un sueño en el que veía a
Nuestro Señor crucificado, y con el cual la niña entablaba el siguiente diálogo:
“Mira en qué estado estoy, hija mía”, le dijo Jesús. “¿Quién os ha hecho eso,
Señor?", preguntó la niña. Y Cristo respondió: “Los que me desprecian y se
burlan de mi amor”. Tal como refieren sus biógrafos, desde entonces, “la Pasión
del Señor se convirtió en el centro de su vida espiritual”[2]. Que
por intercesión de Santa Brígida de Suecia, la Madre de Dios nos obtenga la
gracia de que la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo sea plantada en nuestros
corazones, y que nuestra vida toda, aun siendo nosotros pecadores como lo
somos, participe de la Pasión de Jesús, a fin de que seamos, por la gracia, su
imitación viviente.
[1] La biografía más
antigua, escrita inmediatamente después de la muerte de santa Brígida por Pedro
de Alvastra y Pedro de Skeninge, no fue publicada sino hasta 1871, en la
colección Scriptores rerum suecicarum,
vol. VI, pte. 2, 185-206. Otras biografías, como la del arzobispo de Upsala,
Birgerio, pueden verse en Acta Sanctorum
y en las publicaciones de las sociedades suecas. Isak Collijn publicó una
edición crítica de los documentos de la canonización, con el título de Acta et Processus canonizationis Beatae
Birgittae (1924-1931). Existen numerosas biografías y estudios sobre la
santa, particularmente en sueco, sobre todo por lo que se refiere a los
personajes que estuvieron relacionados con ella en Suecia y en Roma. Sobre este
punto hay que citar la obra de Collijn, Birgittinska
Gestalter (1929). La obra de la condesa de Flavigny, Sainte Brigitte de Suéde supone un conocimiento profundo de las
fuentes suecas. Es muy difícil demostrar que las Revelaciones no están
retocadas por los confesores de Brígida, que las copiaron o las tradujeron al
latín. El mejor texto es probablemente el del sueco G. E. Klemming (1857-1874).
Cfr. http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20170723&id=12137&fd=0; cfr. Herbert Thurston, SI,
Vidas de los santos de A. Butler.
[2] Cfr. ibidem.
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