Nació
en Asís en 1194. A los dieciocho años se consagró a Cristo haciéndose cortar
los cabellos y vistiendo el sayo oscuro de la orden de San Francisco, iniciando
así una vida de pobreza radical, renunciando a todo lo que tenía y prometiendo
vivir sin poseer nada. Comenzaba de esta manera la Segunda Orden Franciscana:
Las Damas Pobres o Clarisas. Esto sucedía en Santa María de los Ángeles
(Porciúncula), la iglesia restaurada por San Francisco. En 1228 obtenía del
Papa el privilegioum paupertatis de
vivir totalmente de limosnas. Vivió la vida consagrada durante cuarenta y tres
años, sin salir del convento, alcanzando a ver, en vida, cómo su orden se
extendía por España y Europa. Era muy devota de la Eucaristía, y por dos veces
logró hacer huir a los sarracenos con solo mostrarles desde la ventana del
dormitorio la custodia con el Santísimo Sacramento (1240), o exhortando a las
hermanas a la oración, estando totalmente inmovilizada a causa de sus continuos
dolores.
Murió
en San Damián, a las afueras de Asís, el 11 de Agosto de 1253. Fue canonizada
solo dos años después por Alejandro IV. Dejó cuatro cartas, la Regla y el
testamento. “Vete en paz ya que has seguido el buen camino; vete confiada, ya
que tu creador te ha santificado, custodiado incesantemente y amado con la
ternura de una madre con su hijo”. “Oh Dios, bendito seas por haberme creado”.
Estas fueron las últimas palabras de una gran mística llena de alegría y de
amor a Dios y a los hombres.
Mensaje de santidad.
Santa
Clara vivió el ideal de pobreza, humildad y obediencia de San Francisco de Asís.
En el convento, se destacaba por su obediencia, el servicio a los demás y el
deseo de negarse a sí misma, para darse a los demás.
San
Francisco les reconstruye la capilla de San Damián, lugar donde el Señor le había
dicho: “Reconstruye mi Iglesia”. Santa Clara se inspiró en la Comunidad
Franciscana, siendo cofundadora con San Francisco en la Orden de las Clarisas. A
su pesar, pues su humildad rechazaba los cargos, fue nombrada guía de Las Damas
Pobres. Como Madre de la Orden, fue siempre ejemplo vivo del carisma
franciscano, viviendo en todo momento atenta a las necesidades de cada una de
sus hijas y revelando su ternura y su atención de Madre. Acostumbraba tomar los
trabajos más difíciles, y servir hasta en lo mínimo a cada una. Por el
testimonio de las mismas hermanas que convivieron con ella se sabe que muchas
veces, cuando hacía mucho frío, se levantaba a abrigar a sus hijas y a las que
eran más delicadas les cedía su manta. A pesar de ello, Clara lloraba por
sentir que no mortificaba suficiente su cuerpo. Cuando hacía falta pan para sus
hijas, ayunaba sonriente y si el sayal de alguna de las hermanas lucía más
viejo ella lo cambiaba dándole el de ella. Su vida entera fue una completa
dádiva de amor al servicio y a la mortificación. Tenía gran entusiasmo al
ejercer toda clase de sacrificios y penitencias. Su gozo al sufrir por Cristo
era algo muy evidente y es, precisamente esto, lo que la llevó a ser Santa
Clara. Este fue el mayor ejemplo que dio a sus hijas y a la Iglesia toda.
Otra
virtud que brilló resplandeciente en Santa Clara fue la humildad en el
convento, siempre sirviendo con sus enseñanzas, sus cuidados, su protección y
su corrección. La responsabilidad que el Señor había puesto en sus manos no la
utilizó para imponer o para simplemente mandar en el nombre del Señor. Lo que
ella mandaba a sus hijas lo cumplía primero ella misma con toda perfección. Se
exigía más de lo que pedía a sus hermanas. Lavaba los pies a las que llegaban
cansadas de mendigar el sustento diario y también a las enfermas y no había
trabajo que ella despreciara pues todo lo hacía con sumo amor y con suprema
humildad. En una ocasión, después de haberle lavado los pies a una de las
hermanas, quiso besarlos. La hermana, resistiendo aquel acto de su fundadora,
retiró el pie y accidentalmente golpeó el rostro a Clara. Pese al moretón y la
sangre que había salido de su nariz, volvió a tomar con ternura el pie de la
hermana y lo besó.
Con
su gran pobreza manifestaba su anhelo de no poseer nada más que al Señor pobre,
en el Pesebre y en la Cruz; solo deseaba vivir la pobreza de la cruz, y esto lo
exigía a todas sus hijas. Por este motivo, para mejor imitar a Cristo pobre en
la Cruz y para vivir la pobreza de la Cruz, rechazó toda posesión y renta, y su
mayor anhelo era alcanzar de los Papas el “privilegio de la pobreza”, que por
fin fue otorgado por el Papa Inocencio III. Para Santa Clara la pobreza de la
Cruz era el camino por el que se alcanzaba más perfectamente la unión con
Cristo. Luchó constantemente por despegarse de todo aquello que la apartaba del
Amor y todo lo que le limitara su corazón de tener como único y gran amor al
Señor y el deseo por la salvación de las almas. Al Sumo Pontífice que le
ofrecía unas rentas para su convento le escribió: “Santo padre: le suplico que
me absuelva y me libere de todos mis pecados, pero no me absuelva ni me libre
de la obligación que tengo de ser pobre como lo fue Jesucristo”. A quienes le
decían que había que pensar en el futuro, les respondía con aquellas palabras
de Jesús: “Mi Padre celestial que alimenta a las avecillas del campo, nos sabrá
alimentar también a nosotros”.
Santa
Clara era sumamente devota de la Eucaristía, y fue la Eucaristía –Jesús, el
Hombre-Dios, el Dios de la Eucaridtía- quien la protegió, a ella y sus hermanas
de religión, de dos peligros mortales en los que estuvieron a punto de perder
la vida, siempre en relación con los sarracenos o musulmanes: el primer
episodio ocurrió en el año 1241, cuando los sarracenos atacaron la ciudad de
Asís. Al llegar al convento, ubicado en el pedemonte, en el exterior de las
murallas de Asís, Santa Clara tomó en sus manos la custodia con la Hostia
consagrada y se les enfrentó a los atacantes; estos experimentaron en ese
momento una oleada de terror tan espantosa, que huyeron despavoridos. La otra
ocasión fue cuando también los musulmanes atacaban la ciudad de Asís para
destruirla por completo; Santa Clara y sus monjas oraron con fe ante el
Santísimo Sacramento y los atacantes se retiraron sin saber por qué.
Como
muestra de que Dios estaba con ella, en su vida ocurrieron otros milagros
clamorosos, como el de la multiplicación de los panes: en un momento sucedió
que en el convento había solo un pan para que comieran cincuenta hermanas;
Santa Clara lo bendijo y, rezando todas un Padre Nuestro, partió el pan y envió
la mitad a los hermanos menores y la otra mitad se la repartió a las hermanas. El
pan se multiplicó de tal manera, que todos comieron “hasta saciarse”, lo cual
recuerda el milagro de la multiplicación de panes y peces que realizó Nuestro
Señor en el Evangelio. Santa Clara dijo entonces: “Aquel que multiplica el pan
en la Eucaristía, el gran misterio de fe, ¿acaso le faltará poder para
abastecer de pan a sus esposas pobres?”. Otro milagro relacionado con los panes
ocurrió en ocasión de una de las visitas del Papa al Convento: al llegar el
mediodía, Santa Clara invitó a comer al Santo Padre pero el Papa no accedió.
Entonces ella le pidió que por favor bendijera los panes para que quedaran de
recuerdo, pero el Papa respondió: “Quiero que seas tú la que bendigas estos
panes”. Santa Clara le contestó, llevada por su humildad, que hacerlo sería
como un irrespeto muy grande de su parte hacer eso delante del Vicario de
Cristo. El Papa, entonces, le ordena bajo el voto de obediencia que haga la
señal de la Cruz. Ella bendijo los panes haciéndole la señal de la Cruz y al
instante quedó la Cruz impresa sobre todos los panes.
Vida
consagrada a Dios, oración, penitencia, humildad, obediencia, misericordia para
con los más necesitados, pobreza de la Cruz, gran amor a la Eucaristía, estos
son los mensajes de santidad de Santa Clara de Asís para nosotros, católicos
del siglo XXI.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario