San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 2 de agosto de 2017

San Alfonso María de Ligorio y la Asunción de María Santísima en cuerpo y alma a los cielos


         En un escrito suyo, llamado “El triunfo glorioso de María Santísima” [1], San Alfonso María de Ligorio describe la Asunción gloriosa, en cuerpo y alma, de la Madre de Dios, de la siguiente manera: “Cuando entran los monarcas a tomar posesión de su reino, no pasan por las puertas de la ciudad, sino que, o se quitan del todo las puertas, o pasan por encima de ellas. Por eso, así como los Ángeles, cuando entró Jesucristo decían: “Abrid príncipes, vuestras puertas, y levantaos, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria” (Sal 23,7); así, ahora que María va a tomar posesión del Reino de los cielos, los Ángeles que la acompañan claman a los que están adentro: “Abrid, príncipes, vuestras puertas, y levantaos, puertas eternas, y entrará la Reina de los gloria”. Es decir, para San Alfonso, el ingreso de María Asunta a los cielos en cuerpo y alma glorificados, es equiparable a la Ascensión del Señor, glorioso y resucitado, en el sentido de que ambos son recibidos por los Ángeles y aclamados por ellos.
Continúa San Alfonso, citando a un Padre de la Iglesia, Orígenes: “Ved que ya entra María en la patria bienaventurada. Mas al entrar y verla tan hermosa y gloriosa, los espíritus celestiales preguntan a los que vienen de fuera, como contempla Orígenes (Cant8, 5): “¿Quién es esta criatura tan bella, que viene del desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos, mas Ella viene tan pura y tan rica de virtudes, apoyada en su amado Señor, que se digna acompañarla Él mismo con tanto honor?” “Quién es?”. Y los Ángeles y Santos que la acompañan responden: “Esta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres, la llena de gracia, la santa de los santos, la predilecta de Dios, la inmaculada, la paloma, la más bella de todas las criaturas.” Entonces, todos aquellos espíritus bienaventurados, comenzaron a bendecirla y alabarla, cantando, mejor que los hebreos a Judit (15,10): “Tú eres la gloria de Jerusalén, Tú la alegría de Israel, Tú el honor de nuestro pueblo, Señora y Reina nuestra, Vos sois la gloria del cielo, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros. Sed por siempre bienvenida, sed por siempre bendita. Éste es vuestro reino, y todos nosotros somos vasallos vuestros prontos a cumplir vuestras órdenes”. En la visión contemplativa de San Alfonso, los ángeles dialogan entre sí, al contemplar el ingreso en los cielos de una creatura tan hermosa, que sólo Dios Trino la supera en hermosura. De este diálogo, surgen calificativos que, por hermosos que sean, no alcanza, como palabras que son, a describir a la Madre de Dios en la realidad de su esplendor, de su condición de ser “la Mujer revestida de sol”, de la que habla el Apocalipsis: bendita entre las mujeres, llena de gracia Inmaculada, la más santa entre todos los santos, la amada con amor de predilección por Dios Trino, la alegría de Israel, y es a Ella, la Virgen y Madre de Dios, a quien se presentan para rendirle honores, como fieles “vasallos siempre dispuestos a cumplir sus órdenes”.
Los Ángeles y los Santos dan la bienvenida a la Madre de Dios al llegar a su morada eterna, el Reino de los cielos, proclamándola como a su Reina y Señora, pues es a la Virgen, Mediadora de todas las gracias y Madre de la Iglesia, a quien le deben el hecho de haberles alcanzado la gracia de Jesucristo, que los convirtió en santos y los condujo al cielo. Así, se presentan ante la Madre de Dios las vírgenes, por ser Ella su modelo a la cual imitaron; los mártires, porque Ella fue su ejemplo en el martirio por Jesús; los Apóstoles, porque fueron asistidos y consolados por Ella cuando sufrían tribulaciones en la tierra; los profetas, porque fue a Ella a quien describían en sus profecías, cuando anunciaban a la futura Virgen y Madre de Dios; los Patriarcas, porque fue su esperanza por siglos; finalmente, Adán y Eva, porque la Virgen reparó, con su humildad y su condición de Inmaculada y Llena de gracia, la soberbia de Adán y Eva, que se rebelaron contra Dios al dejarse seducir por la Serpiente Antigua: “Luego se acercaron a darle la bienvenida y saludarla como a su Reina todos los santos que hasta entonces estaban en el cielo. Llegaron todas las santas vírgenes y dijeron: “Santísima Señora,…Vos sois nuestra Reina porque fuisteis la primera en consagrar a Dios vuestra virginidad; todas nosotras te bendecimos y damos gracias.” Llegaron también los mártires a saludarla como a su Reina, porque con su gran constancia en los dolores de la Pasión de su Hijo, les había enseñado e impetrado con sus méritos la fortaleza para dar la vida por la fe. Llegó Santiago el Mayor, el único de los Apóstoles que hasta entonces había subido al cielo, y en nombre de todos los Apóstoles le dio gracias por todo el consuelo y la asistencia que les había prestado durante su permanencia en la tierra. Llegaron luego a saludarla los Profetas, y le decían: “Vos, Señora, sois la que vislumbramos en nuestras profecías.” Llegaron los santos Patriarcas y le decían: “Vos, María, fuisteis nuestra esperanza, y por tantos siglos tan suspirada.” Y entre éstos llegaron con mayor afecto a darle gracias nuestros primeros padres Adán y Eva, y le decían: “Hija predilecta, Tú has reparado el daño que nosotros hicimos al género humano. Tú devolviste al mundo la bendición perdida por nuestra culpa, por Ti somos salvos; ¡Seas por siempre Bendita!”.
En la contemplación de San Alfonso, se acerca luego San Simeón para besar sus pies, agradeciéndole el día feliz en el que la Virgen le dio a su Hijo recién nacido, para que lo tuviera en brazos; luego Zacarías y Santa Isabel, agradeciéndoles la Visitación, en la que les llevó a Jesús y Jesús les donó el Espíritu Santo, llenándolos de sabiduría y de alegría divina; llegó también San Juan Bautista, porque lo santificó con su voz, también en la Visitación; llegaron también sus bienaventurados padres, San Joaquín y Santa Ana, quienes la veneraron por ser la Madre de Dios: “Llegó después a besarle los pies San Simeón, y le recordó con júbilo el día en que recibió de sus manos a Jesús niño. Llegaron San Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias por aquella amorosa visita que con tanta humildad y caridad les hizo en si casa, y por la cual recibieron tantos tesoros de gracias. Con mayor afecto llegó San Juan Bautista, a darle las gracias por haberlo santificado por medio de su voz. ó San Juan Bautista, a darle las gracias por haberlo santificado por medio de su voz. Y ¿Qué le dirían cuando llegaron a saludarla sus queridos padres San Joaquín y Santa Ana? ¡Oh Dios! Con cuánta ternura la debieron bendecir diciendo: “Hija amada ¿y qué dicha la nuestra la de tener una hija como Tú! Ahora eres nuestra Reina, porque eres la Madre de nuestro Dios; por tal te saludamos y te veneramos”.
Pero quien más alegría experimentó, luego de su Hijo Jesús, fue su casto esposo, San José, quien le manifestó que le agradecía a Dios por haberlo elegido para ser el esposo meramente legal, dándole también el encargo celestial de ser el Padre adoptivo de Dios Hijo encarnado: “Más, ¿Quién puede comprender el afecto con que llegó a saludarla su querido esposo San José? ¿Quién podrá explicar la alegría que sintió el Santo Patriarca al ver a su esposa entrar en el cielo con tanto triunfo y ser proclamada Reina de todos los cielos? ¡Con cuanta ternura le debió decir!: “Señora y esposa mía, ¿Cuándo podré yo agradecer lo que debo a nuestro Dios por haberme hecho esposo vuestro, que sois su verdadera Madre? Por Vos merecí en la tierra asistir en su infancia al Verbo encarnado, tenerle tantas veces en mis brazos y recibir de Él tantas gracias especiales. ¡Benditos sean los momentos que empleé en la vida en servir a Jesús y a Vos, mi santa esposa!”.
Finalmente se presentaron los Ángeles para saludar a su Reina, siendo Ella a su vez quien les agradeció a los espíritus puros por haberla asistido en la tierra, aunque agradeció de modo particular a San Gabriel Arcángel, el mensajero celestial que le llevó el Anuncio más feliz de su vida, que Ella, la Virgen, había sido elegida por el Padre para ser la Madre de Dios Hijo: “Por fin, todos los Ángeles llegaron a saludarla, y Ella, la gran Reina, a todos dio las gracias por la asistencia que le habían prestado en la tierra; singularmente a San Gabriel Arcángel, feliz embajador de todas sus dichas, cuando bajó a darle la nueva de que era elegida para Madre de Dios”.
Una vez concluida la bienvenida tributada por los Ángeles y Santos del cielo, la Bienaventurada Siempre Virgen María, Madre del Dios por quien se vive, se arrodilló en adoración y acción de gracias a la Trinidad por todos los dones que le había concedido, principalmente el haberla convertido en Virgen y Madre del Hijo de Dios Encarnado; a su vez, las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad la coronaron como Reina y Señora del cielo y de la tierra, y mandaron a todas las creaturas que la reconocieran como a su Reina y Emperatriz: “Luego, arrodillada la humilde y Santa Virgen, adoró a la divina Majestad, y toda abismada en el conocimiento de su nada, dio gracias por todos los dones que su bondad le había concedido, y especialmente, por haberla hecho Madre del Verbo Eterno. No hay quien pueda comprender con cuánto amor la bendijo la Santísima Trinidad; qué acogida hizo el Padre a su Hija, el Hijo a su Madre, el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la coronó, comunicándole su poder, el Hijo la Sabiduría; el Espíritu Santo el Amor. Y todas las tres Personas, colocando su trono a la diestra de Jesús, la proclamaron Reina universal del cielo y de la tierra, y mandaron a los Ángeles y a todas las criaturas que la reconocieran como su Reina, y como a tal la obedecieran y sirvieran”. De esta maravillosa manera, describió así San Alfonso María de Ligorio, la Asunción en cuerpo y alma al cielo, de la gloriosa Siempre Virgen María, Madre de Dios.

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