Todo ser humano –y, de modo particular, todo joven- busca la
felicidad. El deseo de felicidad está inscripto en el alma, como un sello,
desde que el alma es creada. Ya desde el nacimiento, y hasta el fin de la vida,
el alma desea ser feliz. Esto no es un problema: el problema radica en las
cosas en las que las personas creen que está la felicidad. En nuestros días, y
alentados por los medios de comunicación, se transmite un mensaje, directo e
indirecto, acerca de dónde radica la felicidad: a través de los medios se
comunica la idea de que la felicidad está en las riquezas materiales, en los
bienes terrenos, en el dinero, en la hermosura corporal, en el éxito, en la
fama. Sin embargo, esto es falso, porque la felicidad profunda, verdadera,
interior, espiritual, no está en estas cosas, es imposible conseguirlas allí. De
aquí surge otra idea falsa: quien no tiene bienes materiales, quien no tiene
dinero, quien no tiene fama, no es feliz. Esto es falso, porque la felicidad no
consiste en estas cosas.
Si esto es así, entonces nos preguntamos: ¿dónde está la
felicidad? ¿Dónde radica la felicidad, para ir a buscarla y hacerla nuestra? Afortunadamente,
santos como Santa Rosa de Lima, tienen la respuesta. En sus escritos, la santa
hace hablar a Nuestro Señor Jesucristo, quien revela que la felicidad del
hombre radica en la gracia que sigue a la cruz y a las tribulaciones. Escribe
así Santa Rosa, haciendo hablar a Jesús[1]: “El
salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad: “¡Conozcan todos que
la gracia sigue a la tribulación. Sepan que sin el peso de las aflicciones no
se llega al colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acrecentamiento de
los trabajos, se aumenta juntamente la medida de los carismas. Que nadie se
engañe: ésta es la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz no
hay camino por donde se pueda subir al cielo!”. Oídas estas palabras, me
sobrevino un ímpetu poderoso de ponerme en medio de la plaza para gritar con grandes
clamores, diciendo a todas las personas, de cualquier edad, sexo, estado y
condición que fuesen: “Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de Cristo
y con palabras tomadas de su misma boca, yo os aviso: Que no se adquiere gracia
sin padecer aflicciones; hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conseguir
la participación íntima de la divina naturaleza, la gloria de los hijos de Dios
y la perfecta hermosura del alma”. Este mismo estímulo me impulsaba
impetuosamente a predicar la hermosura de la divina gracia, me angustiaba y me
hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no podía el alma detenerse en la
cárcel del cuerpo, sino que se había de romper la prisión y, libre y sola, con
más agilidad se había de ir por el mundo, dando voces: “¡Oh, si conociesen los
mortales qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa,
cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias!
Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar penas y
aflicciones; andarían todos por el mundo en busca de molestias, enfermedades y tormentos,
en vez de aventuras, por conseguir el tesoro último de la constancia en el
sufrimiento. Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en
suerte, si conocieran las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los
hombres”.
Entonces, según Santa Rosa de Lima, la felicidad del hombre
radica en la gracia, la cual se nos concede para nosotros, los católicos, a
través de los sacramentos, entre ellos, el sacramento de la confesión. Para quien
quiera ser verdaderamente dichoso y feliz, en esta vida y en la otra, Santa
Rosa de Lima, atravesando el tiempo y el espacio, nos deja este mensaje de
santidad: la gracia, que se concede con los sacramentos, es lo que hace
verdaderamente feliz al alma. De esto se sigue que, cuanto más se confiese el
alma, sacramentalmente, y cuanto más reciba la Eucaristía, en estado de gracia,
tanto más feliz será, en esta vida y en la otra. Éste es el mensaje de Santa
Rosa de Lima para el hombre del siglo XXI.
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