El martirio de Santa Lucía no es otra cosa que la
culminación de la entrega total de su vida a Jesucristo, por medio de la
consagración de su cuerpo y su alma. El sentido de la consagración a Jesucristo
es entregarle a Él todo su ser, su cuerpo y su alma, para que Jesucristo tome
posesión de ella y haga de ella su morada. Pero para que esto suceda, el alma
debe ser pura en cuerpo y alma, además de estar en estado de gracia
santificante. Santa Lucía se consagró desde muy pequeña a Jesucristo,
ofreciéndole su virginidad, lo cual quiere decir que ella quería que su cuerpo
no solo no tuviera amores terrenos –aun cuando estos amores terrenos sean
buenos y puros, como el verdadero amor esponsal-, sino que estuviera todo
consagrado al amor esponsal celestial de Cristo Esposo. Santa Lucía consagra su
virginidad a Jesucristo, pero no porque no tuviera posibilidad de contraer
matrimonio –al contrario-, sino porque su amor espiritual, puro y sobrenatural
por Jesucristo Esposo, era mucho más grande que el amor a cualquier esposo
terreno. Por eso debía consagrar su cuerpo, su virginidad, para que le
perteneciera, en su cuerpo, en su totalidad, a Jesucristo.
Pero Santa Lucía no solo consagró el cuerpo, sino que
también consagró su alma, para que esta fuera morada de la Trinidad y su
corazón altar donde Jesús Eucaristía fuera amado y adorado. Para eso, Santa
Lucía debió rechazar las impurezas del alma, así como debió rechazar las
impurezas del cuerpo; la diferencia es que las impurezas del alma son la
mentira, la falsedad, el cinismo, la hipocresía, y sobre todo, la apostasía de
la Fe, es decir, abandonar a Jesucristo por los falsos ídolos del mundo. Es por
esta razón que la apostasía se compara, con toda justicia, al adulterio: así
como en el adulterio el cuerpo se entrega a quien no es el cónyuge, manchándolo
con esta grave falta, así en la apostasía y en la idolatría el alma y el corazón
se entregan a los ídolos, que no son otra cosa que demonios. Un católico
idólatra, como por ejemplo, aquel que le prende velas y le reza al Gauchito
Gil, a la Difunta Correa, a San La Muerte, o usa la cinta roja contra la
envidia, o cree en supersticiones, como el árbol gnóstico de la vida, o
cualquier otra superstición, es un adúltero espiritual, porque comete adulterio
con los ídolos paganos, que no son otra cosa que demonios. Abandonan al Hijo de
Dios, que dio por ellos su vida en la cruz y la continúa dando en la
Eucaristía, por los demonios, que solo quieren su eterna condenación.
La
consagración de su cuerpo y de su alma tuvo su coronación en Santa Lucía con el
martirio, es decir, con el don de su vida de modo cruento, con derramamiento de
sangre. Si a lo largo de su vida había entregado en secreto su cuerpo y su alma
a Jesucristo, ahora, para gloria de Dios, Santa Lucía entrega su cuerpo y su
alma de forma pública, eligiendo la muerte antes que dejar de poseer el Amor de
Cristo. Por último, el fundamento tanto de su consagración por amor a Cristo,
como de su martirio, no radica en ella, sino en Jesucristo, Rey de los
mártires, quien muere mártir en la cruz porque consagró su vida a nuestra
salvación, entregándose en su totalidad a Dios Padre en el ara de la cruz, para
donarnos a Dios Espíritu Santo y así conducirnos al cielo. Es de esta
consagración de su vida al Padre para salvarnos y de su muerte martirial en la
cruz, que Jesús hace partícipes a los santos mártires como Santa Lucía. Esto último
tiene mucha importancia para la vida espiritual: la consagración y el martirio
de Santa Lucía nos enseñan entonces que quien desea consagrarse a Jesucristo y
dar su vida por Él -en el testimonio cotidiano de su Evangelio y según el propio estado de vida-, es porque tiene en sí mismo al Espíritu Santo, donado por
Jesucristo y que hace partícipe al alma de su consagración y amor. Acudamos por lo tanto a
Santa Lucía para mantener siempre la pureza del cuerpo -la castidad-, y la
pureza del alma -la integridad de la fe-, según nos aconseja la Didajé, las
Enseñanzas de los Doce Apóstoles: “Buscarás cada día los rostros de los santos,
para hallar descanso en sus palabras”[1]. Solo así perteneceremos totalmente a Cristo, en cuerpo y alma, en el tiempo y en la eternidad.
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