Desde
antiguo se tributaba culto a la santa de Siracusa: en el siglo VI, se le
veneraba ya también en Roma entre las vírgenes y mártires más ilustres. En la
Edad Media se invocaba a la santa contra las enfermedades de los ojos,
probablemente porque su nombre está relacionado con la luz (Lucía: Lux, la que
lleva luz). Ello dio origen a varias leyendas, como la de que el tirano mandó a
los guardias que le sacaran los ojos y ella recobró la vista.
De
acuerdo con “las Actas” de Santa Lucía, nuestra santa nació en Siracusa,
Secilia (Italia), de padres nobles y ricos y fue educada en la fe cristiana. Perdió
a su padre durante la infancia y se consagró a Dios siendo muy joven,
manteniendo en secreto su voto de virginidad. Su madre, que se llamaba
Eutiquia, la exhortó a contraer matrimonio con un joven pagano. Lucía persuadió a su madre de que fuese a
Catania a orar ante la tumba de Santa Ágata para obtener la curación de unas hemorragias.
Ella misma acompañó a su madre, y Dios escuchó sus oraciones. Entonces, la
santa dijo a su madre que deseaba consagrarse a Dios y repartir su fortuna
entre los pobres. Llena de gratitud por el favor del cielo, Eutiquia le dio
permiso. El pretendiente de Lucía se indignó profundamente y delató a la joven
como cristiana ante el pro-cónsul Pascasio. La persecución de Diocleciano
estaba entonces en todo su furor. Luego de ser sometida a un interrogatorio y a
torturas, por medio de las cuales se pretendía hacerla apostatar, Santa Lucía
fue decapitada, muriendo mártir en el año 304 d. C.
Mensaje de santidad.
Del diálogo entre Santa Lucía y el juez inquisidor, nos
queda su mensaje de santidad, por lo que conviene reflexionar en el mismo.
En
el diálogo previo a su muerte, el juez la presionó cuanto pudo para convencerla
a que apostatara de la fe cristiana. Ella le respondió: “Es inútil que insista.
Jamás podrá apartarme del amor a mi Señor Jesucristo”. Santa Lucía está dispuesta a dar su vida por Cristo, el Redentor, y no hay nada que la pueda apartar del amor de Cristo. La santa vive en carne propia las palabras de la Escritura: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?” (cfr. Rm 8, 35-39).
El
juez le preguntó: “Y si la sometemos a torturas, ¿será capaz de resistir?”. Santa
Lucía respondió: “Sí, porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una
vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza,
inteligencia y valor”. Es la doctrina de la inhabitación de Dios en el alma del
justo por la gracia santificante. Santa Lucía no sabía de teología ni de
dogmas, sin embargo, respondió con la más profunda teología católica y
afirmando el dogma de la inhabitación trinitaria en el alma de quien se
encuentra en gracia. La razón de esta respuesta, es que el Espíritu Santo, que
inhabitaba en ella, la iluminaba con sabiduría celestial. Por otra parte, se
cumple en la santa lo que dice Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio, acerca
de las persecuciones: “No os preocupéis por vuestra defensa, porque el Espíritu
Santo hablará por vosotros” (cfr. Mt
10, 19).
El
juez entonces la amenazó con llevarla a una lugar de perdición para someterla
a la fuerza a la ignominia. Ella le respondió: “El cuerpo queda contaminado
solamente si el alma consciente”. Santo Tomás de Aquino admiraba esta respuesta de Santa Lucía, puesto que corresponde con un
profundo principio de moral: no hay pecado si no se consiente al mal. A su vez,
nos deja ejemplo de cómo el amor por los bienes eternos –el cielo y la
contemplación del Cordero por la eternidad-, debe siempre triunfar en el
cristiano, por encima de los bienes terrenos y, mucho más, por encima de la
concupiscencia. Y para nuestros tiempos, el amor de Santa Lucía a la pureza
corporal por amor a Cristo –considerar el cuerpo como “templo del Espíritu” que
no debe ser profanado por amores mundanos-, es un valiosísimo testimonio, tanto
más, cuanto que en nuestros días se pretende inculcar la anti-naturaleza, la
desvergüenza, la impudicia, desde la más tierna infancia, haciéndola pasar como
si fuera lo más normal y “natural”.
No
pudieron llevar a cabo la sentencia pues Dios impidió que los guardias pudiesen
mover a la joven del sitio en que se hallaba. Entonces, los guardias trataron
de quemarla en la hoguera, pero también fracasaron. Finalmente, la decapitaron.
Pero aún con la garganta cortada, la joven siguió exhortando a los fieles para
que antepusieran los deberes con Dios a los de las criaturas, hasta cuando los
compañeros de fe, que estaban a su alrededor, sellaron su conmovedor testimonio
con la palabra “Amén”. Aún con su garganta cercenada, Santa Lucía continúa
predicando, lo cual es cumplimiento de la Escritura: “Predica a tiempo y a
destiempo”, y nos debe hacer reflexionar a nosotros acerca de cómo utilizamos
nuestro tiempo, hablando de cosas sin importancias, cuando deberíamos hablar de
la vida eterna que nos espera en el Cielo.
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