El martirio de Santa Lucía nos deja numerosas lecciones para
nuestra vida espiritual. Veremos de qué manera.
Si bien no está documentado en las Actas, sin embargo, Santa
Lucía aparece en las imágenes, retratada con sus ojos en una bandeja de oro y
la razón es que “antiguas tradiciones narraban que a ella le habían sacado los
ojos por proclamar su fe en Jesucristo”[1]. Esto
nos enseña que, con tal de mantener la fe en Jesucristo, no importa nuestro
cuerpo terreno y que nuestras miradas deben ser puras, como las miradas de la
Virgen y de Jesús.
Lo primero que se destaca es el tormento psicológico al que
es sometida la santa, por medio de amenazas de muerte, dirigidas a que Santa
Lucía apostate de su fe, es decir, renuncie a la fe en Jesucristo. La respuesta
de la santa es firme y determinada: “Es inútil que insista. Jamás podrá
apartarme del amor de mi Señor Jesucristo”. Quien ama a Jesucristo con el Amor
mismo de Dios, no con un amor humano, lo ama más allá de esta vida terrena y
está dispuesto a entregar esta vida terrena, con tal de permanecer en el Amor de
Cristo. Se cumplen así las palabras del Señor: “Si alguien me ama, mi Padre y
Yo moraremos en él”.
Luego la amenaza con torturas físicas, las cuales suelen ser
siempre muy crueles: el juez le preguntó: “Y si la sometemos a torturas, será
capaz de resistir?”. Santa Lucía respondió: “Sí, porque los que creemos en
Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en
nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”. La Santa nos da las etapas de
la vida espiritual: creer en Cristo, llevar una vida pura por amor a Él y en
consecuencia, poseer el Espíritu Santo que, por la gracia santificante,
inhabita en el alma del justo, siendo el Espíritu Santo el que da al alma del
mártir “fuerza, inteligencia y valor”. Sólo por la Presencia del Espíritu Santo
en el alma del mártir, es que se explica que los mártires puedan soportar
torturas inhumanas, además de mantener la calma, la serenidad e incluso
alegría, y responder con sabiduría celestial.
Ante
el fracaso de la tortura psicológica, el juez la amenazó con hacerla llevar a
un lugar en donde sería inducida a la corrupción y a la impureza corporal, pero
Santa Lucía le respondió: “Aunque el cuerpo sea irrespetado, el alma no se
mancha si no acepta ni consiente el mal”. Así, nos deja la enseñanza entre
tentación, que no es pecado, y tentación consentida, que sí es pecado. Si no se
consiente a la tentación, no hay pecado. Otra lección, es que la impureza
corporal es despreciada por Santa Lucía, porque considera su cuerpo como “templo
del Espíritu Santo”, destinado a servir de morada a la Santísima Trinidad,
mientras que su corazón está destinado a ser altar en donde Jesús Eucaristía
sea amado y adorado.
Al
intentar llevarla a esta casa de perdición, los soldados trataron de moverla,
pero no pudieron moverla, quedándose la santa inmóvil en el sitio donde estaba.
Esto nos enseña cuán firme debe ser nuestra fe en Jesucristo, al punto de no
ceder ante la presión del mundo.
Finalmente,
la decapitaron, permaneciendo sin embargo todavía unida su cabeza al tronco,
por lo que podía hablar suavemente; hasta su muerte, continuaba evangelizando y
llamando a la conversión de los corazones a Cristo. Esto nos enseña cuán vanas
son nuestras conversaciones y cómo debemos, como dice la Escritura, “predicara
a tiempo y a destiempo”, no tanto con palabras, sino con ejemplo de vida, como
Santa Lucía en su martirio.
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