En uno de sus escritos, San Juan de la Cruz se explaya
acerca del conocimiento escondido en Cristo Jesús, que pasa desapercibido, no
solo ya para las almas mundanas, sino incluso para “los santos doctores y las
santas almas”[1]. El conocimiento de Cristo es comparado por San Juan de la Cruz a
una mina de oro o algo similar, ya que utiliza la imagen de una montaña en la
que, excavando en sus profundidades –tal como se hace en las minas-, se
descubren cada vez más y más tesoros escondidos en ella. Dice así San Juan de
la Cruz: “Por más misterios y maravillas que han descubierto los santos
doctores Y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó todo lo
más por decir y aun por entender, y así hay mucho que ahondar en Cristo, porque
es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que por más que
ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando
nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá”. Es decir, esa montaña es Cristo y
los tesoros escondidos en Él son los tesoros de la gracia divina que, de modo
inagotable, brotan de su Corazón traspasado y de sus heridas abiertas, por las
que fluye su Preciosísima Sangre.
Para
San Juan de la Cruz, esto es lo que se quiere significar cuando en la Escritura
se afirma que “en Cristo moran todos los tesoros y la sabiduría escondidos”: “Que
por eso dijo san Pablo del mismo Cristo, diciendo: En Cristo moran todos los
tesoros y sabiduría escondidos”. Pero de la misma manera a como un explorador,
para poder alcanzar los tesoros escondidos en el seno de la montaña, debe prepararse
en el exterior de la misma para luego ingresar en ella para recorrer con mucho
esfuerzo las estrechas cavernas del interior de la montaña, así también el
alma, no llega fácilmente a descubrir los inagotables tesoros en Cristo, si no
es pasando antes por “el padecer interior y exterior a la divina Sabiduría”: “(tesoros
y sabidurías) en los cuales el alma no puede entrar ni puede llegar a ellos, si
no pasa primero por la estrechura del padecer interior y exterior a la divina
Sabiduría”.
Es
decir, de la misma manera a como un explorador debe prepararse exteriormente,
es decir, físicamente, para poder ingresar al interior de la montaña y recorrer
sus laberintos en pos de sus tesoros, así también el alma, en esta vida, para
poder alcanzar los misterios escondidos en Cristo, necesita de mucha
preparación, la cual consiste, principal y esencialmente, en gracias “intelectuales
y sensitivas” concedidas por Dios: “Porque aun a lo que en esta vida se puede
alcanzar de estos misterios de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido
mucho y recibido muchas mercedes intelectuales y sensitivas de Dios, y habiendo
precedido mucho ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas
que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como
disposiciones para venir a ella”. Para llegar a los tesoros escondidos en
Cristo, el alma necesita mucho “ejercicio espiritual” –oración, ascesis,
meditación en la Pasión, adoración eucarística-, de parte suya, pero ante todo,
necesita de la iluminación concedida por el Espíritu de Dios, iluminación que,
aun cuando sea intensa, será siempre “más baja que la sabiduría de los
misterios de Cristo” en sí mismos. Estas gracias –iluminaciones intelectuales y
sensitivas-, por profundas e intensas que sean, constituyen solo “disposiciones”
necesarias para el alma, para que el alma pueda acceder a los tesoros de
Cristo: “todas estas mercedes son más bajas que la sabiduría de los misterios
de Cristo, porque todas son como disposiciones para venir a ella”.
Ahora
bien, el acceso a estos tesoros de sabiduría divina escondidos en Cristo, se
produce luego de “entrar en la espesura del padecer”: “¡Oh, si se acabase ya de
entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de
Dios, que son de muchas maneras, si no es entrando en la espesura del padecer
de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el
alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer, para entrar
en ella, en la espesura de la cruz!”. De la “espesura del padecer”, se pasa a
la “espesura de la cruz”, y en esto es en lo que el alma debe poner su “consolación
y deseo”.
Forma
parte esencial de este conocimiento de Cristo el amor de caridad, esto es, el
amor sobrenatural, a Dios y al prójimo, ya que sin este amor, de nada valdría
el conocimiento obtenido: “Que por eso san Pablo amonestaba a los de Éfeso que
no desfalleciesen en las tribulaciones, que estuviesen bien fuertes y
arraigados en la caridad, para que pudiesen comprender con todos los santos qué
cosa sea la anchura y la longura y la altura y la profundidad, y para saber
también la supereminente caridad de la ciencia de Cristo, para ser llenos de
todo henchimiento de Dios”.
Por
último, San Juan de la Cruz revela en qué consiste el “padecer” y es la Cruz de
Jesús, puerta de acceso a todos los bienes contenidos en Cristo. El padecer,
previo al conocimiento de Cristo, es el participar por parte del alma, de
alguna manera, en la Pasión de Cristo: “Porque para entrar en estas riquezas de
su sabiduría, la puerta es la cruz, que es angosta”. La Cruz de Cristo –Cristo en
la Cruz- es la “puerta” de entrada a las riquezas de su sabiduría. San Juan de
la Cruz advierte que muchos desean las riquezas de la sabiduría de Cristo, pero
sin la puerta, esto es, sin la Cruz, al tiempo que son pocos son los que desean
entrar por la puerta de la Cruz para obtener estas riquezas: “Y desear entrar
por ella es de pocos; mas desear los deleites a que se viene por ella es de
muchos”.
Al
recordar a San Juan de la Cruz en su día, le pidamos que interceda para que
deseemos obtener las riquezas y tesoros de la Sabiduría divina escondidos en
Cristo, pero que también deseemos pasar por la Puerta de la Cruz para
obtenerlos.
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