Vida de santidad[1].
Isabel
nació en 1271, hija de Pedro III de Aragón, recibiendo en el bautismo el nombre
de Isabel en honor de su tía abuela, santa Isabel de Hungría. El nacimiento de
la niña fue ya un símbolo de la actividad pacificadora que iba a ejercer
durante toda su vida, puesto que, gracias a su venida al mundo, hicieron la paz
su abuelo, Jaime, que ocupaba entonces el trono, y su padre. La joven princesa
era de carácter amable y de gran inclinación a la piedad y a la bondad. Trataba
de imitar todas las virtudes que veía practicar a su alrededor, porque le
habían enseñado que era conveniente unir a la oración la mortificación de la
voluntad propia para obtener la gracia de vencer la inclinación innata al
pecado.
Según
la costumbre de la época, contrajo matrimonio muy joven, con el rey Dionisio de
Portugal, quien le permitió practicar libremente sus devociones, sin sentirse
por ello llamado a imitarla. Isabel se levantaba muy temprano para rezar
maitines, laudes y prima antes de la misa; por la tarde, continuaba sus
devociones después de las vísperas, aunque estas prácticas de piedad no la
distraían de sus deberes de estado. Vestía con modestia, se alimentaba
frugalmente y se mostraba siempre humilde y afable con sus prójimos,
demostrando así, con estas obras exteriores, el hecho de que vivía consagrada
al servicio de Dios. De entre todas las virtudes que la hicieron santa, la que
más brilló en Santa Isabel de Portugal fue la caridad, haciendo todo lo
necesario para que los peregrinos y los forasteros pobres no careciesen nunca de
albergue, encargándose ella misma –a pesar de su condición de reina- de buscar
y socorrer a los necesitados; además, a las doncellas que no poseían medios,
las proveía de dote.
Fundó
instituciones de caridad en diversos sitios del reino; entre ellas se contaban
un hospital en Coimbra, una casa para mujeres arrepentidas en Torres Novas y un
hospicio para niños abandonados. Sin embargo, como dijimos, a pesar de todas
esas actividades, Isabel no descuidaba sus deberes de estado, sobre todo el
respeto, amor y obediencia que debía a su marido, cuyas infidelidades y
abandono soportaba con gran paciencia. Su esposo Dionisio, aunque era un buen
gobernante, no había convertido aún su corazón al señor, siendo esclavo de
múltiples vicios y pecados, siendo egoísta y licencioso. Santa Isabel vivía
apenada por su esposo, por sus muchos pecados y por el escándalo continuo que
con ellos daba a los súbditos, por lo que no cesaba de orar, día y noche, por
su conversión. No solo demostraba de esta manera su bondad para con su esposo,
sino que además la extendía a los hijos naturales de este, a quienes cuidaba
cariñosamente, encargándose de su educación.
Santa
Isabel tuvo dos hijos: Alfonso, que sería el sucesor de su padre y Constancia.
Alfonso, quien desde muy joven se mostró rebelde, se levantó en armas en dos ocasiones
y en ambas, la reina consiguió restablecer la concordia. Sin embargo, y como
siempre sucede con los santos, que son calumniados, a imitación de Nuestro
Señor, que fue también calumniado, llegaron a oídos del rey rumores falsos de
que Isabel apoyaba en secreto la causa de su hijo, por lo que el rey la
desterró algún tiempo de la corte. Además de la caridad, la reina poseía un don
concedido por Dios, y era el de llevar la paz de Cristo a los corazones
enfrentados; entre otras cosas, logró evitar la guerra entre Fernando IV de
Castilla y su primo, y entre el mismo príncipe y Jaime II de Aragón.
El
rey Dionisio cayó gravemente enfermo en 1324. Isabel se dedicó a asistirlo en
su lecho de enfermo y con tal dedicación, que apenas salía de la cámara real
más que para ir a misa. Durante su larga y penosa enfermedad, el monarca dio
muestra de sincero arrepentimiento, muriendo en la paz del Señor y asistido por
los sacramentos em Santarem, el 6 de enero de 1325. Habiendo enviudado, Santa
Isabel hizo entonces una peregrinación a Santiago de Compostela, en donde
decidió retirarse al convento de Clarisas Pobres que había fundado en Coimbra,
aunque su confesor la disuadió de ello, por lo que la santa terminó por
profesar en la Tercera Orden de San Francisco. Pasó sus últimos años santamente
en una casa que había mandado construir cerca del convento que había fundado.
La causa de la paz, por la que había trabajado toda su vida, fue también la
ocasión de su muerte. En efecto, la santa murió el 4 de julio de 1336 en
Estremoz, a donde había ido en una misión de reconciliación, a pesar de su edad
y del insoportable calor. Fue sepultada en la iglesia del monasterio de las
Clarisas Pobres de Coimbra. Dios bendijo su sepulcro con varios milagros. La
canonización tuvo lugar en 1626.
Mensaje
de santidad.
Siendo
reina de Portugal, Santa Isabel no solo no hizo nunca ostentación de esta
condición, valiéndose de la misma para su propio provecho, sino que, por el
contrario, se humilló a sí misma y, sin renunciar a sus riquezas y posesiones –sí
lo hizo al final de su vida, cuando entró como religiosa en la Orden de las
Clarisas de Estremoz, Portugal-, las administró todas en beneficio de los más
necesitados, realizando así innumerables obras de misericordia, tanto
corporales como espirituales. Al humillarse en su condición de reina y al
consagrarse al servicio de Dios, imitó así a la Virgen, la cual, siendo Reina
de cielos y tierra, se humilló a sí misma ante el anuncia del Ángel, llamándose
“esclava del Señor” y consagrando toda su vida al servicio de Dios Hijo
encarnado.
Además
de las obras de caridad, Santa Isabel de Portugal se caracterizó por el don
concedido por Dios, de llevar la paz de Cristo a los corazones que estaban
enfrentados, consiguiendo que reyes enfrentados hiciesen las paces, haciéndose
así merecedora de una de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que trabajan
por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Como vimos, fue por la causa de la paz de Cristo por la
que murió, ya que falleció cuando se esforzaba por conseguir la reconciliación
entre un hijo y un nieto suyos que estaban enfrentados.
En
estos tiempos en los que vivimos, en los que predominan los criterios mundanos
en vez de los Mandamientos de Dios, y en los que el hombre se postra ante
ídolos como el dinero y el poder, y por los cuales comete los más grandes
crímenes contra sus hermanos, el ejemplo de caridad cristiana, abnegación,
humillación y don de pacificación de Santa Isabel de Portugal son más válidos y
actuales que nunca antes.
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