Nombrado
Patrono de Europa, nació en Nursia, región de Umbría, hacia el año 480. Después
de haber recibido en Roma una adecuada formación, comenzó a practicar la vida
eremítica en Subiaco, donde reunió a algunos discípulos; más tarde se trasladó
a Casino. Allí fundó el célebre monasterio de Montecasino y escribió la Regla,
cuya difusión le valió el título de patriarca del monaquismo occidental. Murió
el 21 de marzo del año 547, pero ya desde finales del siglo VIII en muchos
lugares comenzó a celebrarse su memoria el día de hoy.
San
Benito, considerado el “padre del monaquismo occidental”, escribió la Regla
para sus monjes, que constituye un camino segurísimo para ir al cielo, para
quien la cumple con la mayor perfección posible. Esta regla es válida, sin embargo,
también para quienes no son monjes, por lo que también puede ser aplicada y
vivida –según el estado de vida de cada uno- por todos aquellos que simplemente
desean llevar una vida de santidad.
¿Qué
decía San Benito en su Regla?
Ante
todo, se puede resumir en una frase: “No antepongan nada absolutamente a Cristo”.
Es decir, San Benito nos dice que debemos tener a Jesucristo, el Hombre-Dios,
en la mente, en el corazón, y en las obras, y esto no en un momento
determinado, sino en todo momento. Dice así San Benito: “Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es
pedir constantemente a Dios que sea él quien la lleve a término, y así nunca lo
contristaremos con nuestras malas acciones, a él, que se ha dignado contarnos
en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a él en el
uso de los bienes que pone a nuestra disposición, no sea que algún día, como un
padre que se enfada con sus hijos, nos desherede, o, como un amo temible,
irritado por nuestra maldad, nos entregue al castigo eterno, como a servidores
perversos que han rehusado seguirlo a la gloria”. Nos advierte San Benito
que, al emprender una obra buena, debemos siempre dirigirnos a Dios para que no
contaminemos la obra buena con la malicia de nuestra soberbia, orgullo y
presunción, porque muchas veces podemos hacer una obra buena, pero no para la
mayor gloria de Dios, sino para ponernos nosotros en el centro y atribuirnos a
nosotros la gloria que sólo le corresponde a Dios. Para evitar este grave
error, debemos desde el inicio corregir la intención y obrar de tal manera que
quien sea glorificado sea Dios y no nosotros, si es que no queremos perder la
vida eterna.
Continúa
San Benito: “Por lo tanto, despertémonos
ya de una vez, obedientes a la llamada que nos hace la Escritura: Ya es hora
que despertéis del sueño. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos
bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Hoy, si
escucháis su voz, no endurezcáis el corazón; y también: El que tenga oídos oiga
lo que el Espíritu dice a las Iglesias. ¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos,
escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz,
para que las tinieblas de la muerte no os sorprendan”. Afirma San Benito
que Dios nos llama con su gracia, para que nos “despertemos del sueño” en el
que vivimos mientras no vivimos en gracia: cuando no obedecemos la voz de Dios,
vivimos como adormecidos por la voz de la Serpiente, que nos conduce por el
camino del pecado. Pero Dios nos llama, nos despierta dulcemente con la voz de
su Amor, y aquel que escucha su dulce voz, debe hacer lo que Dios dice, y es
vivir en el temor de Dios, que es el principio de la Sabiduría que lleva al
cielo. El temor de Dios no es miedo a Dios y su castigo, sino un amor a Dios
tan fuerte, que el solo hecho de pensar que podemos ofenderlo en su infinita
majestad y bondad, lleva al alma a dolerse en el corazón y a hacer el propósito
de “morir antes que pecar”, como dicen los santos. Quien vive en el temor de
Dios, vive en el Amor de Dios, que es Luz, y así no es sorprendido por las “tinieblas
y sombras de muerte”, los demonios, los ángeles caídos.
Continúa
San Benito: “Y el Señor, buscando entre
la multitud de los hombres a uno que realmente quisiera ser operario suyo,
dirige a todos esta invitación: “¿Hay alguien que ame la vida y desee días de
prosperidad?” Y si tú, al oír esta invitación, respondes: “Yo”, entonces Dios
te dice: “Si amas la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, tus
labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras
ella. Si así lo hacéis, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos atentos a
vuestras plegarias; y, antes de que me invoquéis, os diré: “Aquí estoy””. Es
decir, todos buscamos la felicidad, todos deseamos ser felices, pero nos
equivocamos cuando la buscamos en las creaturas, sean estas honores mundanos,
sean personas, o bienes materiales; la felicidad, es decir, la prosperidad, no
está en estas cosas, sino en obrar el bien, guiados por el Espíritu de Dios.
Apartarnos del mal, obrar el bien, buscar la paz, eso es lo que Dios pretende
de nosotros, para nuestra propia felicidad, porque fuimos hechos para el bien,
la verdad, el Amor y la paz, y si no buscamos estas cosas, nunca seremos
felices. Pero a aquel que se decide seguir por el camino del Bien, de la
Verdad, de la Justicia, de la Paz y del Amor, escuchará en su interior la dulce
voz de Dios que le dice: “Aquí estoy” y en esa voz encontrará toda su única y
verdadera dicha felicidad.
Dice
San Benito: “¿Qué hay para nosotros más
dulce, hermanos muy amados, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el
Señor, con su amor paternal, nos muestra el camino de la vida. Ceñida, pues,
nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus
caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquél que
nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las
estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de
caminar aprisa por el camino de las buenas obras”. No hay otro camino, para
ser felices en esta vida y en la vida eterna, que el seguir la voz de Dios, que
nos insta a obrar las obras buenas y a apartarnos de todo lo malo, porque lo
malo no le pertenece, y nadie con un corazón malo y con obras malas, puede
entrar en el Reino de los cielos, por lo que es necesario siempre purificar
nuestras intenciones y buscar en todo agradar a Dios, tener temor de Él y obrar
la misericordia, para poder un día habitar en su morada eterna.
Por
último, dice así San Benito: “Así como
hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios y lleva al infierno,
así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios y a la
vida eterna. Éste es el celo que han de practicar con ferviente amor los
monjes, esto es: tengan por más dignos a los demás; soporten con una paciencia
sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su
empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás,
antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan
siempre en el temor y amor de Dios; amen a su abad con una caridad sincera y
humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos
juntos a la vida eterna”. Quien quiera gozar en el cielo de la visión
beatífica de la Trinidad y del Cordero, en compañía de María Santísima, de los
ángeles y de los santos, debe evitar, aun a costa de su vida, el “celo malo y
amargo que lleva al infierno”, es decir, el celo motivado por el deseo de la
propia gloria y no la gloria de Dios. Quien ama y adora a Dios Trino en esta
vida y desea seguir amándolo y adorándolo en la vida eterna, debe imitar al
Cordero, siendo “manso y humilde de corazón”, indulgente con las debilidades de
sus prójimos, considerando a los demás como superiores, como nos dice la
Escritura, evitando ser jueces de los demás; procurar el bien de los demás y
olvidarse del bien propio; vivir la caridad fraterna y no anteponer nada,
absolutamente nada, ni la propia vida, a Cristo, el Hombre-Dios.
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