Vida de santidad[1].
Nació en Egipto, en la ciudad de Alejandría, en el año 295.
Llegado a la adolescencia, estudió derecho y teología. Se retiró por algún
tiempo a un yermo para llevar una vida solitaria y allí hizo amistad con los ermitaños
del desierto; cuando volvió a la ciudad, se dedicó totalmente al servicio de
Dios. Era la época en que Arrio, clérigo de Alejandría, confundía a los fieles
con su interpretación herética de que Cristo no era Dios por naturaleza:
afirmaba que era una creatura excelsa, sí, pero era solamente eso: una creatura.
No es indistinto afirmar que Jesús es Dios o no lo es: si no es Dios, entonces
la Eucaristía es solo un pan bendecido y la Iglesia no es la Esposa del
Cordero.
Para
considerar la herejía arriana se decidió celebrar el primer concilio ecuménico,
el de Nicea, ciudad del Asia Menor. Atanasio, que era entonces diácono,
acompañó a este concilio a Alejandro, obispo de Alejandría, y con su doctrina,
ingenio y valor sostuvo la verdad católica y refutó a los herejes y al mismo
Arrio en las disputas que tuvo con él.
Cinco
meses después de terminado el concilio con la condenación de Arrio, murió san
Alejandro, y Atanasio fue elegido patriarca de Alejandría. Los arrianos no dejaron
de perseguirlo y apelaron a todos los medios para echarlo de la ciudad e
incluso de Oriente. Fue desterrado cinco veces y cuando la autoridad civil
quiso obligarlo a que recibiera de nuevo en el seno de la Iglesia a Arrio,
excomulgado por el concilio de Nicea y pertinaz a la herejía, Atanasio,
cumpliendo con gran valor su deber, rechazó tal propuesta y perseveró en su
negativa, a pesar de que el emperador Constantino, en 336, lo desterró a
Tréveris. Luego de la muerte de Constantino, pudo regresar a Alejandría entre
el júbilo de la población, renovando su lucha contra los arrianos y por segunda vez, en 342, tuvo que
emprender el camino del destierro que lo condujo a Roma.
Ocho
años más tarde se encontraba de nuevo en Alejandría con la satisfacción de
haber mantenido en alto la verdad de la doctrina católica. Pero llegó a tanto
el encono de sus adversarios, que enviaron un batallón para prenderlo.
Providencialmente, Atanasio logró escapar y refugiarse en el desierto de
Egipto, donde le dieron asilo durante seis años los anacoretas, hasta que pudo
volver a reintegrarse a su sede episcopal; pero a los cuatros meses tuvo que
huir de nuevo. Después de un cuarto retorno, se vio obligado, en el año 362, a
huir por quinta vez. Finalmente, pasada aquella furia, pudo vivir en paz en su
sede. Falleció el 2 de mayo del año 373. Escribió numerosas obras, muy
estimadas, por las cuales ha merecido el honroso título de doctor de la Iglesia[2].
Mensaje de santidad[3].
San Atanasio afirma que Jesús es el Verbo de Dios, Espíritu Puro
que se encarnó y que, en cuanto Dios, ya antes de la Encarnación, estaba “en
todas partes”, en virtud de la unión en la naturaleza divina con el Padre: “El
Verbo de Dios, incorpóreo e inmune de la corrupción y de la materia, vino al
lugar donde habitamos, aunque nunca antes estuvo ausente, ya que nunca hubo
parte alguna del mundo privada de su presencia, pues, por su unión con el
Padre, lo llenaba todo en todas partes”[4].
El
Verbo se encarnó y así se hizo visible, tomando un cuerpo como el nuestro, para
vencer a la muerte que nos dominaba, y esto por su bondad y misericordia: “Pero
vino por su benignidad, en el sentido de que se nos hizo visible. Compadecido
de la debilidad de nuestra raza y conmovido por nuestro estado de corrupción,
no toleró que la muerte dominara en nosotros ni que pereciera la creación, con
lo que hubiera resultado inútil la obra de su Padre al crear al hombre, y por
esto tomó para sí un cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar
en un cuerpo ni tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan sólo
hubiese pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo
más excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo”.
El
Verbo, que se construyó un templo –su cuerpo- en el seno de María Virgen,
entregó este cuerpo a la muerte, ofreciéndolo al Padre con “un amor sin límites”,
es decir, con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para matar, con su muerte, la
muerte de cada hombre, ya que al morir su cuerpo, en esta muerte murió la misma
muerte, quedando sin efecto el dominio que la muerte tenía sobre los hombres: “En
el seno de la Virgen, se construyó un templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su
propio instrumento, en el que había de darse a conocer y habitar; de este modo,
habiendo tomado un cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos
estaban sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte por todos,
ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites; con ello, al morir en su persona
todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la corrupción que afectaba a
todos, ya que agotó toda la eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así
ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a
él”[5].
Pero
con su muerte en cruz, el Verbo de Dios no sólo destruyó la muerte que dominaba
a los hombres, sino que les concedió la vida divina, su propia vida de
Hombre-Dios: “(…) Con ello también, hizo de nuevo incorruptibles a los hombres,
que habían caído en la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo
totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que había asumido y con el poder
de su resurrección, del mismo modo que la paja es consumida por el fuego”.
El
Verbo se encarnó y sufrió la muerte para reparar y satisfacer ante Dios la
deuda que la humanidad había contraído por el pecado de los primeros padres,
pero además, para que los hombres vivieran en Dios para siempre, por la
resurrección: “Por esta razón asumió un cuerpo mortal: para que este cuerpo,
unido al Verbo que está por encima de todo, satisficiera por todos la deuda
contraída con la muerte; para que, por el hecho de habitar el Verbo en él, no
sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el poder
de la resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción”.
El
Verbo, al ofrendar su cuerpo en la cruz como una víctima purísima, sin mancha,
sufrió la muerte de forma vicaria y expiatoria por todos los hombres, para que,
recayendo en Él la muerte, esta fuera vencida
y el hombre, libre de la muerte, recibiera la vida divina que Él habría
de comunicarle por su resurrección: “De ahí que el cuerpo que él había tomado,
al entregarlo a la muerte como una hostia y víctima limpia de toda mancha,
alejó al momento la muerte de todos los hombres, a los que él se había
asemejado, ya que se ofreció en lugar de ellos”.
Al
morir en forma vicaria y expiatoria, siendo Jesús de Nazareth el Verbo de Dios
inhabitando en un cuerpo humano, no sólo pagó la deuda contraída por la
prevaricación de los primeros padres, sino que comunicó a los hombres de su
propia divinidad, de su vida gloriosa y resucitada: “De este modo, el Verbo de
Dios, superior a todo lo que existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo
e instrumento de su divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos
contraído, y, así, el Hijo de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de
la resurrección, hizo partícipes de esta misma inmunidad a todos los hombres,
con los que se había hecho una misma cosa por su cuerpo semejante al de ellos”.
Con
su muerte, el Verbo derrotó para siempre a la muerte, la cual ya no tiene
ningún poder sobre los hombres, que por la Encarnación habita entre nosotros: “Es
verdad, pues, que la corrupción de la muerte no tiene ya poder alguno sobre los
hombres, gracias al Verbo, que habita entre ellos por su encarnación”.
Por
último, ¿dónde habita el Verbo Encarnado, el que venció a la muerte con su
resurrección, el que comunica a los hombres de su vida divina, que mora en su
plenitud en su Cuerpo glorioso y resucitado? El Verbo de Dios Encarnado habita,
el mismo que venció a la muerte y que comunica a los hombres su vida divina,
habita en la Eucaristía.
La
defensa que San Atanasio hace de la divinidad de Jesús de Nazareth, llevada a
cabo en el siglo IV, es sumamente actual en nuestros días, en donde la herejía
gnóstica arriana ha renacido con mucha más fuerza que en tiempos de San
Atanasio, negando la divinidad de Cristo y, en consecuencia, negando su
Presencia real, verdadera y substancial, en la Eucaristía, con lo cual se
amenaza a la Iglesia al atacarla en su fundamento y base. Aunque la herejía
neo-arriana de nuestros días es incluso más peligrosa, pues no sólo niega la
divinidad de Cristo, sino que convierte a Jesús de Nazareth en un hombre
dominado por la corrupción de la muerte y sometido a las pasiones. Por esto, tanto
la vida de santidad como el mensaje de santidad de San Atanasio, que defiende
la divinidad de Jesús de Nazareth y la prolongación de su Encarnación en la
Eucaristía, son más actuales y necesarios que nunca.
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