Vida
de santidad.
Santa Juana de Arco, virgen, nació en 1412 en Donremy, Rouen, en la región
de la Normandía francesa, en el seno de una familia de campesinos pobres, razón
por la cual no recibió instrucción escolar. Sin embargo, esta carencia se vio
compensada con creces al transmitirle su madre, una persona de mucha piedad, el
conocimiento sobrenatural de la Fe, la confianza y el verdadero “temor de Dios,
principio de la Sabiduría”, además de una tierna devoción filial a la Virgen María. Se la conoció como “la
doncella de Orleans”, que después de luchar firmemente por su patria, al final
fue entregada al poder de los enemigos, quienes la condenaron en un juicio
injusto a ser quemada en la hoguera[1].
En esa época los ingleses habían invadido Francia, por lo
que tanto su Patria natal como el rey, se encontraba en grave peligro. La santa
tuvo entonces una revelación divina –San Miguel Arcángel se le apareció en
numerosas ocasiones-, por la cual supo que su misión era precisamente, salvar a
Francia y al rey de las pretensiones de Inglaterra. Sin embargo, debido a su
corta edad, a su escasa instrucción escolar y a la desconfianza frente a lo
preternatural, principalmente entre miembros de la Iglesia, Santa Juana de Arco
no fue escuchada ni fueron tenidos en cuenta -ni sus familiares, amigos y mucho
menos oficiales de la corte francesa- sus continuos pedidos de sostener un
encuentro con el rey. Luego de insistir, Juana de Arco pudo finalmente entrevistarse
con el rey, el cual quedó admirado por la sabiduría sobrehumana de la santa.
Para este entonces, la situación de Francia no podía ser más
crítica: los ingleses habían invadido y ocupado casi toda Francia,
permaneciendo sólo una ciudad libre, Orleans. Santa Juana de Arco, guiada por
San Miguel Arcángel, pidió y obtuvo del rey Carlos y de los jefes de lo que
quedaba de las fuerzas francesas, el mando total sobre las tropas,
concediéndole el grado de capitana. Siempre bajo la guía del Santo Arcángel
Miguel, Jefe de la Milicia celestial, y para que fuera evidente que la empresa
no se debía al carácter intrépido de una muchacha campesina, sino a una
intervención divina que quería salvar a Francia de la invasión inglesa, Santa
Juana mandó confeccionar una bandera blanca con los nombres de Jesús y de María,
para luego dirigirse al frente de combate en Orleans, donde al mando de diez
mil hombres logra un triunfo resonante.
Luego
de este triunfo, se dirigió a otras ciudades, logrando también derrotar al
enemigo inglés. Sin embargo, a causa de envidias y ambiciones entre los miembros
de la corte del Rey Carlos VII, quienes se conjuraron para desacreditarla ante
el rey, éste terminó retirando a Juana de sus tropas, cayendo herida y hecha
prisionera por los borgoñones en la batalla de París. La santa fue abandonada por los franceses;
pero los ingleses estaban supremamente interesados en tenerla en la cárcel,
pagando más de mil monedas de oro a los de Borgoña para que se la entregaran,
siendo sentenciada a cadena perpetua.
En
la prisión, la santa sufrió las más terribles humillaciones e insultos, pero se
mantuvo siempre fiel a Nuestro Señor Jesucristo, uniéndose a su cruz en todo
momento y confiándose además a la protección de la Madre del Cielo y de San
Miguel Arcángel. Puesto que la santa tenía estas revelaciones sobrenaturales, los
enemigos de Juana invirtieron la situación y, con toda clase de mentiras y
falsedades, la acusaron de utilizar brujería y conjuros para obtener sus
conocidas victorias en Francia. Juana de Arco siempre negó todas las
acusaciones y pidió que el Pontífice fuese el que la juzgase, aunque no fue
nunca escuchada. Los ingleses cambiaron la condena a cadena perpetua por la
sentencia de muerte, siendo condenada a morir en la hoguera. Mientras moría en
la hoguera, no dejó de rezar en ningún momento, siendo su único consuelo en el
tormento, contemplar el crucifijo que un religioso le presentaba y encomendarse
a Nuestro Señor. Murió el 29 de mayo del año 1431, a la edad de diecinueve años[2].
Fue
declarada Santa, por el Papa Benedicto XV, en el siglo XX y no en 1454. En
1454, el proceso de nulidad, ordenado por el Papa Calixto III, encontró que
Juana fue condenada a muerte injustamente y que sus revelaciones eran verdaderas,
así como se recogió el milagro de que su corazón, después de que ella fue
reducida a cenizas, quedó sin quemar y lleno de sangre. Esto último, lo
testificó Gean Masieu, quien la acompañó los últimos metros hasta la hoguera[3].
Mensaje de santidad.
Si bien Santa Juana de Arco tuvo
apariciones de santos y de San Miguel Arcángel, comprobadas como ciertas en el
proceso de canonización, no fueron estas apariciones las que le concedieron la
santidad, sino la heroicidad de sus virtudes cristianas y, principalmente, su
configuración y participación a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. En efecto,
fue Nuestro Señor quien la eligió para que llevara a cabo la empresa, imposible
humanamente hablando, de liberar a su Patria del invasor inglés, pero la eligió
ante todo para que se configurara a Él y participara de su Pasión en las
circunstancias particulares de su vida y su Patria, y eso fue lo que la condujo
al cielo. Cuando repasamos su vida, vemos cómo la santa estuvo, en todo
momento, unida a Nuestro Señor: en tiempos calmos, siendo asistida por San
Miguel Arcángel, quien la guió, por orden divina, a la reconquista de Francia;
en tiempos ya más turbulentos, es decir, cuando fue calumniada, traicionada,
hecha prisionera y condenada a muerte injustamente, también estuvo unida a
Nuestro Señor, participando de las calumnias, la traición, la prisión y la
injusta condena a muerte de Jesús. De hecho, al igual que con Nuestro Señor,
fueron clérigos quienes la acusaron falsamente, dando como ciertos los
testimonios falsos de testigos comprados de antemano y también, al igual que
Nuestro Señor, que fue acusado sacrílegamente de estar poseído, también Santa
Juana tuvo la gracia de participar de esta misma falsa acusación. Otro gran
signo que muestra que Santa Juana estuvo asistida siempre por el Espíritu Santo
es el hecho de que, en el momento de morir, lejos de renegar de Jesucristo,
murió besando el crucifijo y pronunciando el dulce nombre de Jesús. Por último,
su corazón intacto y lleno de sangre en medio de las llamas, es figura del
Sagrado Corazón de Jesús, lleno de la Sangre del Cordero, que contiene el
Espíritu Santo, el Fuego del Divino Amor.
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