En
su libro “Confesiones”[1], San Agustín describe su
proceso de conversión, el cual inicia en un camino de introspección interior. Ahora
bien, es necesario tener en cuenta que el camino de San Agustín es un camino
iniciado, guiado y conducido hasta su término por la gracia santificante y esto
es lo que lo diferencia radicalmente de la introspección gnóstica.
Es
necesario tener en cuenta esta distinción para no caer en el error de pensar
que una y otra introspección son lo mismo: en la gnosis acuariana de la Nueva
Era, finaliza en la errónea conclusión de que el hombre es su propio dios; en
la otra, se reconoce la diferencia abismal entre el hombre y la creatura. Esta
es la verdadera “gnosis”, el verdadero conocimiento de sí: el que proporciona
la luz de la gracia: el hombre no es Dios y el hombre y Dios son dos seres
absolutamente distintos, aunque el hombre está llamado a participar del Ser
divino de un modo radicalmente nuevo y distinto al de las otras creaturas, por
medio de la gracia.
Esto
se infiere de los escritos de San Agustín, en el Capítulo 7 de las Confesiones.
La introspección de San Agustín comienza por la gracia, porque es Dios quien lo
conduce a ello. Dice así San Agustín: “Habiéndome convencido de que debía
volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tu mi guía, y ello me fue posible
porque tú, Señor, me socorriste” Habiéndome convencido de que debía volver a mí
mismo, penetré en mi interior, siendo tu mi guía, y ello me fue posible porque
tú, Señor, me socorriste[2]. Es decir, la
introspección que finaliza –“debía volver en mí mismo, penetré en mi interior”-
en la conversión, se da por la gracia –“ello me fue posible porque Tú, Señor,
me socorriste”-.
La
introspección iniciada por la gracia, continúa por la gracia, que es luz
sobrenatural y es la que permite el verdadero conocimiento: que Dios es Dios y
es Creador, y que el hombre es hombre y es su creatura: “Entré y ví con los
ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos
ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible
a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su
magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de
mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino
que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más
bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad. ¡Oh eterna
verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día
y noche”[3]. La luz participada de la
gracia –“una luz que no es la de este mundo”- le permite conocer a la Luz
Increada, Dios –“vi, por encima de mi mente, una luz inconmutable”-, y esta luz
le permite conocer que Dios es Creador y que el hombre es creatura –“ella fue
quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo”- y que Dios es su misma eternidad y
es Amor, y por ese Dios que es Amor eterno, el alma suspira –“¡Oh eterna
verdad, verdadera caridad y cara eternidad!”-[4].
Conociendo
a Dios, que es Amor eterno, el alma desea alimentarse de Él: “Y, cuando te
conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que
había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la
debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y
de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la
gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde
arriba: ‘Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me
transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que
tú te transformarás en mí’”.
Pero
el alma no puede unirse a Dios por sí misma, sino que debe transitar por el camino
que conduce a Dios, Jesucristo, hombre y Dios, el Mediador entre Dios y los
hombres, que se brinda como alimento para el alma en la Eucaristía: “Y yo
buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y
no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres,
Cristo Jesús, hombre también él, el cual está por encima de todas las cosas,
Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la
verdad y de la vida, el que mezcla el alimento que yo no podía asimilar, con la
carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado
de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las
cosas”[5].
Finalmente,
el alma se da cuenta, al conocer al Dios Amor, que lo que amaba antes de la
conversión, eran solo creaciones de Dios, pero no Dios mismo, y se lamenta de
no haberlo amado antes, declarando su amor por Dios y no deseando otra cosa que
Dios: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú
estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como
era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo,
mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi
sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume
y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”.
San
Agustín describe, entonces, el verdadero proceso de conversión, iniciado por la
introspección, y es que el alma se vuelva a su Dios, lo reconozca como tal, se
una a Él por medio de Jesucristo en la Eucaristía y no ame otra cosa que no sea
Él, todo lo cual es radicalmente distinto a la falsa gnosis de la Nueva Era.
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