Santa Clara, en una carta[1] a Santa
Inés de Praga, le recomienda que “atienda a la pobreza, humildad y caridad de
Cristo”, para obtener la felicidad. Ahora bien, esta contemplación de Jesucristo debe ser realizada, según Santa Clara, en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz del Calvario.
En
su carta, Santa Clara, despegándose de las cosas terrenas y elevando su alma a la contemplación de Jesús en la
Eucaristía, afirma que la dicha está en Él, en la unión con su Sagrado Corazón,
por medio del banquete escatológico, la Santa Misa, y la razón de esto es que
Jesús Eucaristía, a quien adoran los ángeles en el cielo, sacia el alma con la
bondad divina; Jesús en la Eucaristía es Aquél que resucitará a los muertos a
la vida de Dios y hará felices a quien lo contemplen en la visión beatífica: “Dichoso,
en verdad, aquel a quien le es dado alimentarse en el sagrado banquete y unirse
en lo íntimo de su corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar las
multitudes celestiales, cuyo afecto produce afecto, cuya contemplación da nueva
fuerza, cuya benignidad sacia, cuya suavidad llena el alma, cuyo recuerdo
ilumina suavemente, cuya fragancia retornará los muertos a la vida y cuya visión
gloriosa hará felices a los ciudadanos de la Jerusalén celestial: él es el
brillo de la gloria eterna”[2].
Luego
Clara compara a Jesús, “reflejo de la luz eterna”, con un “espejo”, en el que
el alma debe reflejarse cada hora de todos los días, porque al contemplar su
Santa Faz, el alma queda adornada con las virtudes de Cristo, siendo convertida
en una imagen de Cristo; es decir, Jesús es un espejo que, a la inversa de los
espejos de la tierra, que reflejan la imagen propia, sin cambiar para nada el
aspecto, Jesús por el contrario, es un espejo en el que el alma debe ver
reflejada su rostro en el Rostro de Jesús, pero puesto que es un espejo vivo, que
refleja en el alma la imagen de Jesús,
y no solo la refleja, sino que la transforma en aquello que refleja, convirtiendo
al alma en una prolongación de este espejo, es decir, en una prolongación del mismo
Jesús, al infundirle al alma sus virtudes: “(Jesús es) un reflejo de la luz
eterna, un espejo sin mancha, el espejo que debes mirar cada día, oh reina,
esposa de Jesucristo, y observar en él reflejada tu faz, para que así te vistas
y adornes por dentro y por fuera con toda la variedad de flores de las diversas
virtudes, que son las que han de constituir tu vestido y tu adorno, como
conviene a una hija y esposa castísima del Rey supremo”[3].
Ahora
bien, en este divino espejo que es Cristo, brillan de un modo particular la
pobreza de la cruz, la humildad del Cordero y la caridad de la Divina
Misericordia: “En este espejo brilla la dichosa pobreza, la santa humildad y la
inefable caridad, como puedes observar si, con la gracia de Dios, vas
recorriendo sus diversas partes”[4].
Lo
primero que destaca en este espejo que es Jesús, es la pobreza, que no es otra
que la pobreza del Pesebre de Belén, porque siendo Dios, Jesús elige nacer en
un pobre pesebre de Belén, en donde comenzó su dolorosa redención de la
humanidad; la contemplar la pobreza voluntaria –y las penalidades que se siguen
de esta pobreza-, el alma elige para sí misma esta pobreza del pesebre de Belén:
“Atiende al principio de este espejo, quiero decir a la pobreza de aquel que
fue puesto en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh admirable humildad, oh
pasmosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es
reclinado en un pesebre”[5].
Junto
a la pobreza, destaca en este espejo la humildad, que es la base de las
virtudes de Dios Encarnado, y la humildad que Él pide que imitemos de su
Sagrado Corazón –“Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”[6]-;
la pobreza y la humildad van juntas en el Hijo de Dios, y por eso mismo, deben
ir juntas en el alma que lo contempla: “En el medio del espejo considera la
humildad, al menos la dichosa pobreza, los innumerables trabajos y penalidades
que sufrió por la redención del género humano”[7].
Por
último, lo que el alma debe contemplar en este espejo que es Cristo, es la
caridad, el Amor Divino, la Divina Misericordia, que se encarnan en Cristo
Jesús y en Él se manifiestan visiblemente, sobre todo, en su sacrificio en cruz:
“Al final de este mismo espejo contempla la inefable caridad por la que quiso
sufrir en la cruz y morir en ella con la clase de muerte más infamante”[8].
Y
quien contemple el dolor de Cristo en la cruz, será revestido de la divina
caridad, del Divino Amor: “Este mismo espejo, clavado en la cruz, invitaba a
los que pasaban a estas consideraciones, diciendo: ¡Oh vosotros, todos los que
pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor!
Respondamos nosotros, a sus clamores y gemidos, con una sola voz y un solo
espíritu: Mi alma lo recuerda y se derrite de tristeza dentro de mí. De este
modo, tu caridad arderá con una fuerza siempre renovada, oh reina del Rey
celestial”[9].
Quien
contemple a Cristo en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz, se
sentirá atraído por el “buen olor de Cristo”, y nada deseará, ni en esta vida
ni en la otra, que no sea el Amor del Hombre-Dios, Cristo Jesús: “Contemplando
además sus inefables delicias, sus riquezas y honores perpetuos, y suspirando
por el intenso deseo de tu corazón, proclamarás: ‘Arrástrame tras de ti, y
correremos atraídos por el aroma de tus perfumes, esposo celestial. Correré sin
desfallecer, hasta que me introduzcas en la sala del festín, hasta que tu mano
izquierda esté bajo mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente y me beses con
los besos deliciosos de tu boca’”[10].
Santa
Clara, entonces, nos propone contemplar a Jesucristo -en la Eucaristía, en el
Pesebre de Belén y en la Cruz-, como si fuera un espejo en el que debemos ver
reflejadas nuestras almas, para quedar no solo revestidos de sus virtudes, sino
para amarlo más que a cualquier otra cosa, en esta vida y en la eternidad.
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