“He
aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor
parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y
desprecio, en este sacramento de amor”. Jesús le muestra a Santa Margarita
María de Alacquoque su Sagrado Corazón, pero su Corazón, si bien está envuelto
en las llamas del Divino Amor, está también circundado por una corona de
espinas, una corona formada por gruesas, largas y filosas espinas. Puesto que
es un Corazón que está vivo, está latiendo, lo cual quiere decir que estas
espinas lastiman al Corazón de Jesús en cada latido, y lo hacen doblemente: en
la fase de reposo del Corazón –la diástole-, cuando el Corazón se llena de su
Preciosísima Sangre, y en la fase de contracción –la sístole-, cuando el
Corazón expulsa la Sangre, contrayéndose sus músculos. En la fase de reposo,
las espinas lastiman al Sagrado Corazón porque se incrustan en él, punzándolo,
cada una de ellas, como si fuera un filosísimo cuchillo; en la fase de
expulsión de la Sangre, las espinas también lastiman al Sagrado Corazón, porque
lo desgarran, al separarse, por la contracción, las paredes ventriculares de
las espinas que lo han penetrado previamente, en la fase de reposo. Es decir,
en cada latido, en cada segundo, el Sagrado Corazón sufre, y sufre de un modo
que no podemos ni siquiera imaginar. ¿Qué representan estas espinas, que tanto
dolor le provocan al Sagrado Corazón de Jesús? ¿Qué relación tienen con mi vida
personal? Si el Sagrado Corazón se le apareció a Santa Margarita, ¿qué tengo
que ver yo, con mi historia personal, un sujeto que vive en el siglo XXI, con
las espinas que rodean, estrechan y laceran al Sagrado Corazón a cada instante?
Tengo mucho que ver, porque esas espinas están formadas por mis pecados
personales, porque las espinas de la corona son la materialización de mis
pecados. Ésa es la razón por la cual Jesús se queja ante Santa Margarita: “He
aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor
parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y
desprecio, en este sacramento de amor”. Y la “ingratitud, irreverencia y
desprecia” no son otra cosa que mis pecados personales; es decir, soy yo, y no
el prójimo que está a mi lado, el responsable del dolor lacerante que
experimenta el Sagrado Corazón a cada instante. Son mis pecados, es decir, las
tentaciones consentidas, las que hacen sufrir de manera inenarrable al Sagrado Corazón.
Cuando Jesús se le apareció a Santa Margarita y le mostró su Sagrado Corazón
traspasado de espinas, le estaba mostrando el fruto de mis pecados, y si bien
Jesús no le dijo mi nombre a Santa Margarita, sí estaba pensando en mí. ¿Qué
hacer, entonces? Jesús se quejaba de los hombres ingratos, es decir, de
aquellos que, sabiendo que Él sufría y moría en la cruz para salvarlos, se
mostraban indiferentes a su dolor salvífico de la cruz, y continuaban,
indolentes, su vida de pecado, lacerando su Sagrado Corazón. Entonces, para aliviar,
aunque sea mínimamente, el dolor del Sagrado Corazón, hago entonces el
propósito de no pecar más, aunque no importen ni el cielo, que es la recompensa
para los que no pecan, ni el infierno, que es el castigo para los que no se arrepienten
del pecado. Sólo por no provocar más dolores al Sagrado Corazón, entonces, hago
el más firme propósito de evitar todo pecado, aun el más insignificante; así,
el Sagrado Corazón experimentará alivio, en vez de dolor. ¡Virgen Santísima,
Madre mía, tú que compartes los dolores del Corazón de tu hijo, ayúdame para
cumplir este mi propósito, de no pecar más, para dar alivio al Sagrado Corazón
de Jesús, que por mi salvación, sufre de Amor por mí!
Bienaventurados habitantes del cielo, Ángeles y Santos, vosotros que os alegráis en la contemplación y adoración de la Santísima Trinidad, interceded por nosotros, para que algún día seamos capaces de compartir vuestra infinita alegría.
San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
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