En
sus escritos, San Maximiliano Kolbe da la respuesta al interrogante existencial:
¿para qué estamos en esta vida? Dice San Maximiliano que estamos en esta vida
para “santificar y salvar nuestras almas[1]”. ¿De
qué manera lo conseguimos? Dando a Dios “la gloria que Él merece (…) la mayor
gloria posible”: “En la actualidad se da una gravísima epidemia de
indiferencia, que afecta, aunque de modo diverso, no sólo a los laicos, sino
también a los religiosos. Con todo, Dios es digno de una gloria infinita.
Siendo nosotros pobres criaturas limitadas y, por tanto, incapaces de rendirle
la gloria que él merece, esforcémonos, al menos, por contribuir, en cuanto
podamos, a rendirle la mayor gloria posible”[2].
¿En qué consiste esta glorificación de Dios? En la salvación de las almas,
salvación obtenida al precio del sacrificio de Jesús en la cruz. Es por eso que
el cristiano dará mayor gloria a Dios, cuanto más trabaje y se esfuerce por la
salvación de las almas, la propia y las de sus hermanos, y en esto consistirá
el “ideal más sublime” que una persona pueda tener en esta vida: “La gloria de
Dios consiste en la salvación de las almas, que Cristo ha redimido con el alto
precio de su muerte en la cruz. La salvación y la santificación más perfecta
del mayor número de almas debe ser el ideal más sublime de nuestra vida
apostólica”[3].
Ahora bien, el mejor camino para glorificar a Dios, por
medio de la salvación de las almas, es la obediencia a quienes son “sus
representantes en la tierra”, porque la obediencia es la que nos manifiesta
cuál es la voluntad de Dios: “Cuál sea el mejor camino para rendir a Dios la
mayor gloria posible y llevar a la santidad más perfecta el mayor número de
almas, Dios mismo lo conoce mejor que nosotros, porque él es omnisciente e
infinitamente sabio. Él, y sólo él, Dios omnisciente, sabe lo que debemos hacer
en cada momento para rendirle la mayor gloria posible. ¿Y cómo nos manifiesta
Dios su propia voluntad? Por medio de sus representantes en la tierra. La
obediencia, y sólo la santa obediencia, nos manifiesta con certeza la voluntad
de Dios”[4].
Es
decir, Dios, que quiere que “todos los hombres se salven”, quiere obrar a
través nuestro su misericordia; quiere mostrar, a través de sus hijos
adotpivos, su infinita bondad para con todos, porque a todos los hombres los
quiere con Él, pero para eso, necesita –por así decirlo- de nosotros, para
manifestar su Amor a los hombres por medio de nuestra vida. Y es aquí en donde
se ve la necesidad de la obediencia, porque implica docilidad y humildad, a los
superiores, a través de quienes se manifiesta su voluntad. En otras palabras,
solo si somos dóciles y humildes a nuestros superiores, podrá Dios manifestar
su voluntad en nuestras vidas, la cual será siempre que seamos una imitación y
prolongación del Amor de Dios hecho carne, Cristo Jesús. Dice así San
Maximiliano: “Dios (…) por medio de sus representantes aquí en la tierra, nos
revela su admirable voluntad, nos atrae hacia sí, y quiere por medio nuestro
atraer al mayor número posible de almas y unirlas a sí del modo más íntimo y
personal”[5]. Por
el contrario, un alma indócil y desobediente, al no obedecer a sus superiores,
no le puede ser manifestada cuál sea la voluntad de Dios sobre ella, y no puede
por lo tanto convertirse en instrumento del Divino Amor, que quiere a través
suyo salvar a muchas almas. El alma dócil y obediente, el alma “obra conforme a
la voluntad de Dios”, y en eso consiste “la grandeza del hombre”[6].
La obediencia es “el único camino” para la santificación,
porque consiste en la imitación de Cristo que, siendo Dios, se hizo hombre y en
su etapa de niñez y juventud, “vivió sujeto y obedeció” a sus padres terrenos,
San José y la Virgen: “Éste y sólo éste es el camino de la sabiduría y de la
prudencia, y el modo de rendir a Dios la mayor gloria posible (…) Los treinta
años de su vida escondida son descritos así por la sagrada Escritura: Y les
estaba sujeto. Igualmente, por lo que se refiere al resto de la vida toda de
Jesús, leemos con frecuencia en la misma sagrada Escritura que él había venido
a la tierra para cumplir la voluntad del Padre”[7].
El lugar donde se aprende la obediencia por amor, es “el
crucifijo”, el “libro más bello y auténtico en donde profundizar este amor”: “El
libro más bello y auténtico donde se puede aprender y profundizar este amor (que
lleva a sacrificar la propia voluntad) es el Crucifijo”[8].
Por
último, el modo más perfecto, según San Maximiliano María Kolbe, de cumplir la
voluntad de Dios, es consagrándonos a María Santísima, porque a Ella “Dios le
ha confiado toda la economía de la misericordia”, porque su voluntad –la de la
Virgen-, es la voluntad de Dios: “(el amor de sacrificio) lo obtendremos mucho
más fácilmente de Dios por medio de la Inmaculada, porque a ella ha confiado
Dios toda la economía de la misericordia” (…) y porque al consagrarnos a Ella,
seremos, como María y en María, instrumentos de la Divina Misericordia: “La
voluntad de María (…) es la voluntad del mismo Dios (…) consagrándonos a ella,
somos también como ella, en las manos de Dios, instrumentos de su divina
misericordia. Dejémonos guiar por María; dejémonos llevar por ella, y estaremos
bajo su dirección tranquilos y seguros: ella se ocupará de todo y proveerá a
todas nuestras necesidades, tanto del alma como del cuerpo; ella misma removerá
las dificultades y angustias nuestras”[9].
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