Al
contemplar la Llegada
del Mesías -Isaías ve al Niño de Belén en visión, cientos de años antes de su Nacimiento-, San Isaías (cfr. 35, 1-10) expresa la alegría que éste traerá a la
tierra, y expresa esa alegría en las figuras del desierto y de la tierra reseca
que reciben el agua y en las flores que adornan la estepa: “Regocíjense el
desierto y la tierra reseca, alégrese y florezca la estepa!”.
Sin
embargo, no contento con esta llamada a la alegría, San Isaías insiste todavía
con más alegría y con cantos de júbilo: “¡Sí, florezca el narciso, que se
alegre y prorrumpa en cantos de júbilo!”.
Ahora
bien, la alegría de San Isaías es tanto más festiva, cuanto que se trata de una
alegría no conocida por el hombre, porque es la alegría por la llegada del
Mesías, Mesías al cual no se lo conoce, y por lo tanto no se conoce la alegría
que Él trae. Las alegrías representadas en las alegorías de la tierra reseca
que recibe agua, y del prado florido, son solo eso, alegorías que sólo de un
modo lejano permiten formar una idea acerca de cómo es en sí misma la alegría
que trae el Mesías, puesto que es la alegría misma de Dios; aún más, es Dios,
que es “Alegría infinita”.
¿Cuál es
el motivo de tanta alegría? El motivo es que la Llegada del Mesías
significará para la humanidad apartada de Dios -que sin Dios es, precisamente,
como el desierto árido, como la tierra reseca y como el prado agostado-, una
renovación en lo más profundo de su ser, una renovación tan profunda, que
significará ante todo una re-creación, porque el Mesías traerá la gracia
santificante, que al infundir la vida divina en el hombre, será para este como
una nueva creación, así como el agua pura y cristalina da vida nueva al prado que muere y agoniza por la
sequía.
Así como
la tierra sin lluvia, agostada, no permite que el prado florezca, así también
la humanidad sin Dios, la humanidad caída en el pecado original, agoniza por
haber perdido el contacto con la fuente de la vida, que es Dios mismo.
Precisamente, el Mesías habrá de reestablecer ese contacto, habrá de inundar
los valles resecos, las almas agostadas, sin la Presencia de Dios, con
la gracia santificante, la cual penetrará en lo más profundo del ser del
hombre, concediéndole una vida nueva, la vida absolutamente sobrenatural del
Ser trinitario, haciéndolo partícipe de todas sus felicidades inabarcables, de
sus alegrías inconcebibles, de sus gozos inimaginables, y éste es el motivo de
la alegría por la llegada del Mesías, alegría a la cual invita San Isaías de
modo insistente, y es también el motivo por el cual la Iglesia en Adviento invita
a la alegría: porque el Mesías que viene y alegra el corazón del hombre al
infundirle la vida divina del Ser trinitario, es el Niño Dios que nace en Belén,
el Niño que extiende sus brazos en el Pesebre, para luego extenderlos en la Cruz y donar su Sangre como
Vino de la Alianza Nueva
Eterna, Vino que “alegra el corazón del hombre” con una alegría eterna e
infinita.
Dice
Isaías: “…prorrumpa en cantos de júbilo. Le ha sido dada la gloria del Líbano,
el esplendor del Carmelo y del Sarón. Ellos verán la gloria del Señor, el
esplendor de nuestro Dios”. Este párrafo se dirige a la Iglesia, porque es la Iglesia quien contempla,
en el Niño de Belén, “la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios”,
porque el Niño de Belén es Dios Hijo en Persona, que brilla con esplendor eterno,
porque Él en sí mismo es “Luz eterna de Luz eterna”, tal como recita la fe de la Iglesia en el Credo; es
por esto que quienes contemplan al Niño de Belén, “contemplan la gloria del
Señor, el esplendor de nuestro Dios”.
Isaías
anima también a los desanimados y a los débiles, porque serán fortalecidos con
la fuerza misma del Mesías: “Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las
rodillas vacilantes; digan a los que están desalentados: “¡Sean fuertes, no
teman; ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios; Él mismo
viene a salvarlos”. Es el Niño de Belén el Dios omnipotente, de cuya fortaleza
recibirán participación, y al señalarlo al Niño de Belén, dirán: “¡Ahí está
nuestro Dios!”.
Isaías
describe la acción de la gracia que viene a traer el Niño Dios, el Mesías, que
viene a los hombres como un Niño: ya desde el Pesebre, el Niño Dios abre los
ojos de los ciegos y los oídos de los sordos, a todo aquel que con corazón
contrito y humillado se acerca a adorarlo: “Entonces se abrirán los ojos de los
ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces, el tullido saltará
como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo”. Será la gracia
santificante, que brota del Niño de Belén como de su fuente inagotable, la que hará
brotar fuentes de agua en el desierto, es decir, vida divina en los corazones
de los hombres: “Porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa;
el páramo se convertirá en un estanque y la tierra sedienta en manantiales”; es
decir, el hombre, de corazón árido y desértico, será capaz de amar, por medio
de la gracia santificante, con el mismo Amor divino del Mesías que viene como
Niño.
Pero este
Mesías pacífico, que viene como Niño en Belén, causa de la alegría de los
hombres, es también el Vencedor del infierno, y ante su solo Nombre santo,
Satanás y sus legiones de ángeles caídos, se estremecen de terror y se sumergen
en lo más profundo del Averno; el Niño de Belén derrota para siempre al ángel
carroñero, el Príncipe de la mentira, el Falso e inventor de toda falsedad, y con
su gracia expulsa al Gran Chacal del corazón del hombre, adonde había
construido su pestilente madriguera: “…la morada donde se recostaban los chacales
será un paraje de cañas y papiros”.
Éste
Niño será el “Camino Santo”, el único camino que conducirá a la humanidad a su
salvación, camino que surgirá en el corazón del hombre, por acción de la
gracia, el mismo corazón que antes de la Venida del Mesías, era guarida de chacales, cueva
de demonios: “Allí (en la morada donde se recostaban los chacales, convertida
por la gracia en paraje de cañas y papiros) habrá una senda y un camino que se
llamará “Camino Santo”, y este “Camino Santo” es el Niño de Belén, quien ya de
adulto, antes de subir a la Cruz,
se llamará a sí mismo “Camino, Verdad y Vida”.
Este
Camino Santo no será recorrido por los impuros ni por los necios, porque es
camino de santidad, y la santidad del Ser divino participa de su pureza
inmaculada a quien recorre el Camino Santo, Cristo Jesús, y tampoco será
recorrido por los necios, porque los necios son los que dicen: “No hay Dios”,
mientras que el que recorre este Camino Santo, no solo cree en el Hijo de Dios,
sino que está deificado por la gracia.
Por este
Camino Santo “no habrá ningún león ni penetrarán en él las fieras salvajes”, es
decir, no lo transitarán ni los hombres malvados, aliados del Príncipe de la
mentira, ni los ángeles caídos podrán siquiera acercársele.
Pero sí
será transitado por los justos, por los que cargan la Cruz cada día en el
seguimiento de Cristo Jesús, que marcha Camino del Calvario: “Por allí
caminarán los redimidos, volverán los rescatados por el Señor”.
Finalmente, los que
contemplen y adoren al Mesías en el Pesebre de Belén, se alegrarán con una
alegría desconocida, la alegría misma de Dios, porque serán conducidos a la Jerusalén celestial, en
donde iniciará un gozo imposible de ser imaginado, que no tendrá fin, “Porque
el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los
manantiales de las aguas de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos”
(Ap 7, 17): “Y entrarán en Sión con
gritos de júbilo, coronados de una alegría perpetua; los acompañarán el gozo y
la alegría, la tristeza y los gemidos se alejarán”.
Es en esta alegría, vislumbrada, contemplada y cantada por el profeta Isaías, de la cual participa la Iglesia en Adviento, porque espera la Llegada de su Mesías, el Niño Dios, en un humilde pesebre, para Navidad.
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