A través del Profeta Isaías, Dios se dirige a su Pueblo, al
cual llama: “gusanito” o “lombriz”: “Tú eres un gusano, Jacob, eres una
lombriz, Israel” (cfr. Is 41, 13-20),
y esto para hacer significar tanto la extrema indefensión del Pueblo Elegido
frente a sus enemigos, como la incapacidad de hacer algo sin la ayuda divina. Si
bien esta revelación se da en el contexto del exilio y de los continuos asedios
que sufre el Pueblo Elegido, la caracterización de “lombriz” o “gusanito” le
corresponde a todo hombre, puesto que frente a su enemigo mortal, el demonio,
el hombre es menos que un gusano, y sin la ayuda divina, nada puede hacer, tal
como lo dice Jesús en el Evangelio: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5).
Y si esta caracterización vale para todo hombre y en todo tiempo, es válida con mucha mayor
razón para los miembros de la Iglesia en Adviento, puesto que en este tiempo
litúrgico la Iglesia espera la llegada de su Mesías, de su Salvador, el
cristiano descubre que el mundo, sin la Presencia de Dios, es un erial, un
desierto poblado de chacales, un bosque incendiado, una manantial sin agua, un
prado agostado, y por eso clama por su venida, porque ante tanta desolación y
maldad, se siente impotente, como un “gusano”, como una “lombriz”.
La descripción de “gusano” con la cual Dios mismo llama a su
Pueblo Elegido, no termina allí, porque
Dios en Persona viene a rescatarlo: “Tú eres un gusano, Jacob, eres una
lombriz, Israel, pero no temas, Yo vengo en tu ayuda”, y ese “venir en ayuda”,
es la Encarnación del Hijo de Dios en el seno virgen de María y su posterior
manifestación como Niño de hombre. Paradójicamente, el Dios omnipotente, que
viene a rescatar a su creatura, el hombre, que frente a sus enemigos es como un
“gusano”, y frente a su majestad divina es como “una lombriz”, viene Él también
en la figura de “gusano” y de “lombriz”, porque viene como Niño humano, como si
fuera el fruto de las entrañas del hombre. Pero no es fruto de hombre: proviene
desde la eternidad, de las entrañas del Ser eterno de Dios Padre, es Dios como
su Padre, y proviene desde el tiempo, por su encarnación, de las entrañas del ser
creatural e inmaculado de la Virgen Madre, y es de la raza humana, como su
Madre. El Niño que viene a rescatar al hombre, adopta la figura de un hijo de
hombre, es decir, de un “gusanito”, de una “lombriz”, pero es Dios omnipotente,
todopoderoso, que viene oculto en la frágil humanidad de un Niño recién nacido.
La acción restauradora del Mesías, el Niño de Belén, es
descripta por boca del profeta Isaías, por el mismo Dios, con la figura de un
desierto que florece, en el que surge el agua pura y fresca de manantial, y en
el que los árboles frondosos, las flores y los vergeles, sustituyen para
siempre a la tierra seca y árida del desierto: “Haré brotar ríos en las cumbres
desiertas y manantiales en medio de los valles; convertiré el desierto en
estanques, la tierra árida en vertientes de agua. Pondré en el desierto cedros,
acacias, mirtos y olivos silvestres; plantaré en la estepa cipreses, junto con
olmos y pinos, para que ellos vean y reconozcan, para que reflexionen y
comprendan de una vez que la mano del Señor ha hecho esto, que el Santo de
Israel lo ha creado”.
Es la descripción de
la acción de la gracia en el alma del hombre, gracia santificante que es traída
por el Niño de Belén, el Mesías Salvador, que al hacer participar al hombre de
la vida divina, provoca en el hombre una transformación, de ser creatural en
ser divinizado, divinización que lo convierte en un ser de belleza
extraordinaria, belleza que sólo pálida y lejanamente puede ser descripta por
la figura del desierto que se convierte en paraíso terreno, en vergel florecido.
Es esta la esperanza de la Iglesia en Adviento: la Llegada del Mesías que, con
aspecto de Niño humano, divinizará al hombre con su gracia santificante,
convirtiéndolo de “gusano” o “lombriz” en hijo adoptivo de Dios.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario